jueves, 27 de agosto de 2009

Veintiuno


Enciendo la computadora, entro a internet.
Abro mi correo.
Escribo.
Para: santa.luna@live.com.mx.
Tema (mmmm): ¡Je, je, je, yo nada puedo hacer contra las fuerzas del mal, la profecía se cumplió!
Escribir correo:
No recuerdo haberte dicho, en ninguno de mis correos, que las historias nunca tienen un final feliz. Esas son patrañas mercadotécnicas que sólo se ven en las novelas cursis de Televisa. Aunque nuestra historia también podría parecerse a una de ellas. Final cursi, quizá hasta rosa, pero trágico.
 Ayer recorrí la ciudad, mi única novia: alegre, amarga, fiel y prostituta. La gente camina por sus calles mientras la hieren. Sus pisadas son agujas que caen lentamente sobre su cuerpo. Imagínate que es una muñeca para brujería. Se entierran en su seno: le carcomen las entrañas, penetran el corazón, drenan sus ojos hasta que se va quedando sola, solita, sucia y desamparada. Con la calidez de la luz solar el amor intenta renacer. La ciudad se ha prostituido. Habrá alguien que la vuelva a amar.
             
Enviar, espere por favor, su mensaje se ha enviado a los siguientes destinatarios: santa.luna@live.com.mx.
           

En Tuxtla el calor es aterrador, sobre todo en el verano. La gente quiere escapar, irse a las playas o a los balnearios. Otros preferimos quedarnos en calzones, en casa, con el ventilador a todo lo que da. Así estábamos. Luisa ni siquiera extrañaba el frío de San Cristóbal. Pinche ciudad, pinche frío. Mejor el calor y las cervezas. En el cuarto, al mediodía, Luisa veía una película. Yo no tenía ganas. Sudaba, la cama se había empapado. ¡Y esa pinche película cursi! En calzoncillos caminé hacia la sala. Pasaban un partido de futbol. Destapé otra cerveza. El partido estaba aburridísimo, no había nada mejor que ver. Por qué cuando no tienes otra cosa que ver te prendes en lo que ya no quieres. Yo veía futbol. Me entretenía. El futbol es el deporte de las masas, pero qué importa. Todos somos masa. La materia no se destruye, sólo se transforma. O algo así dice una ley de la física. La masa no se destruye, se transforma. Se transforma en mí. En masa. La cerveza se terminó bien rápido. ¡Ah, el bendito calor! La cerveza parece agua. Baja riquísimo. Pinche cerveza. Mi rutina: busqué limones, un poco de sal, un plato. Otra cerveza. El sillón es el lugar perfecto para beberla. Me rasco los testículos. Me sudan. El bote de la cerveza está frío, bien frío.
Lo paso por mis testículos.
Frío.
            Con el bote en la mano trato de disimular los eructos. Pinche maña la mía y la de cualquier borracho. Eructar. Lo hago también en las cantinas y en los bares. A las niñas aich se les agria la cerveza. ¡Aich, ya no voy a tomarla, me dio asco!
 ¡Arrggg! Eructo.
Pinches niñas aich.
Camino por el pasillo, busco a Luisa.
            ¿Luisa, cómo llegaste a mi vida?
            Luisa, eres una casualidad.
            Luisa, ¿qué haces tendida en mi cama, sin sostén, enseñándome tus braguitas?
            Luisa voyeur.
            Luisa, no has vendido caro tu amor.
            Aventurera.
            En tu cuerpo encontré la felicidad, Luisa.
            Me prendí de tu cintura hasta que me pasaste la factura.
            Pinche felicidad.
            Luisa está recostada, me da la espalda, me enseña las nalgas. Ve con embeleso la televisión, la película. Pinche película cursi. Estoy parado, silencioso, en la puerta del cuarto. Ella no me ve. Luisa no me ve. Sus nalgas son grandes, su pantaleta pequeña. Luisa no me ve. Su espalda arqueada, escultural, perfecta. Recorro su columna vertebral hasta terminar, ineluctable, en las nalgas de Luisa.
Ella no me ve.
Retengo el eructo.
Los diálogos cursis de la película.
El ruido monótono del ventilador.
La respiración pausada, placentera, de Luisa.
No me ve.
Su pelo sujetado con una dona vieja; se hace una media cola. Su pelo rojizo, tinte abaratado, en el que tantas veces me he agarrado para asirla a mí, para hacerle el amor. Para coger. Su pelo enmarañado que cubre discretamente la nuca.
Luisa no me ve.
Sus piernas largas, delgadas. Sus piernas livianas que masajean mi espalda, que se apoyan en mis hombros. Sus piernas que han recorrido mi vida. Nuestra corta vida. Sus piernas llenas de mi saliva, babeadas.
Sus tetas.
Y otra vez sus nalgas: tibias, tersas. Se deslizan por mi ombligo hasta mi pene. Sus nalgas en mis piernas; sus nalgas en mi boca; sus nalgas en mis dedos.
Luisa no me ve.
Escurro mi mano entre mis calzoncillos. Toco mi pene, mi verga erecta. Comienzo a jugar con ella. Me masturbo despacio, lentamente. Pinches chaquetas.
La cerveza se riega en el piso.
Agitado camino a la sala. Me dejo caer en el sillón. La película cursi, el partido de futbol.
Luisa no me ve.


Fin






vgr
Tuxtla, abril de 2006.


mentas: vlatido@gmail.com 
fotografía: Juan Nahual

viernes, 21 de agosto de 2009

Veinte


Eulalio llegó por la noche a la casa. Yo apenas despertaba. Él presumía un disco que acababa de comprar. Eran los éxitos de Jaime López. Lo puso a todo volumen.

—Ya valió madres el plan que teníamos —le dije.

A pesar de ser tarde, Eulalio todavía sentía los estragos de la resaca.

—No jodas —dijo.

—Es en serio, cabrón. Me he dado cuenta de que es un sinsentido esto que queremos hacer. Tú tienes a Doris, tu mujer, te quiere. Y yo…

—A Luisa —atajó desde un sillón Eulalio.

—Tú sabes cómo llegó Luisa hasta nosotros.

—Ya deja de hacerte el mártir, el abandonado. Sé muy bien cómo llegó, pero bien que te gusta echártela cada vez que puedes. Además, no creo que sigas haciéndote tus chaquetitas de dormir. Creo que tienes razón, debemos abandonar esa idea tonta; sabes bien que nunca la íbamos a hacer, era sólo para echar desmadre, y ya ni echábamos. Así que no queda otra más que disfrutar los días que nos quedan acá.

Subió el volumen a su música.

—Disfrútalo vos. Acabo de ver a Luna. Está igual que la última vez que estuve con ella. Terminamos amándonos, prometiéndonos todo lo que un par de bobos enamorados se prometen. Ella, con la libertad de ser una mujer como las de ahora, sin compromisos ni pendejadas. Pinches viejas. Yo, con la intención de ser como dice esa pinche canción del Jaime López.

A ver a ver, de aquello hace tiempo,

estoy enamorada de él, me dijiste.

Por no dejar de hacerme el posmoderno,

te dije cómo no que más da puedes irte.

Eulalio buscó el track de esa canción y la puso a toda madre. Pinche Lalo, dije, que hijo de la chingada eres. Te acabo de decir que me rompe la madre esa canción, que acabo de ver a Luna, y vos la ponés como si nada. Ya ni la chingas.

Eulalio se carcajeó.

El pinche proyecto guarro de contratar viejas sólo para mirarles su panochita escurriéndose valió madre. En este negocio se necesitan dos cosas: una, tener una labia como campeón mundial de oratoria, junto con una verga bien grande, como la de los chistes de burro; o dos, tener un chingo de paga para restregárselas a las viejas en el culo, que sientan la vibra, el calor sucio de los billetes y el frío masoquista de las monedas para que se quiten las bragas y posen ante la cámara; claro, después, con unas cuantas chelas encima, la diversión se acrecienta hasta el orgasmo. Lo del verbo para amarrar los conectes nunca ha sido lo mío, y lo de la verga, pues, eh, sigo convencido que eso solamente pasa en el onírico y ficticio mundo de los chistes. La excepción había sido Luisa; todavía no sé con certeza qué la orilló a iniciar esta aventura, que devino cursi amor con quien se suponía la quería solamente para echarse un palito. He aprendido a querer a Luisa. Ya no la veo con esos ojos de lujuria del principio, cuando por equivocación llegó a mis brazos y entre sorbos de tequila comenzamos a coger. Seguimos cogiendo, eso sí, con fuego, como si dentro de nosotros las brasas nunca cesaran. ¿Has visto los elotes asados que venden en San Cristóbal? Sobre las brasas el elote se quema hasta que, en su punto, es desgarrado por los dientes de quien paga cinco pesos para engullirlo. Lo mismo sucede entre Luisa y yo. Basta con que juntemos nuestros cuerpos para que el calor nos sofoque y nos lleve, cual mandato, a quitarnos las ropas y a penetrarnos. Una vez se lo dije a Luisa, con estos términos, con esta metáfora, y me dijo que de poeta tenía lo de santo, es decir, ¡que poca imaginación tienes para decir cursilerías o cosas bonitas, idiota! Así llegó Luisa, buscando aventuras para encontrar el amor; así llegué yo, tratando de hacer realidad un sueño preparatoriano, de chamaquito pendejo, para encontrarla a ella en eso, que, ¡ay, que cursi…! Luna ya no asomaba; para ella la noche era lluviosa, tenebrosa, oscura. Había decidido cerrar ese capítulo y dejar que otras luces me bañaran. Después de todo, la peregrina idea voyeur había traído como resultado el destierro casi por completo de un recuerdo selenita (¡ufff!) para que como mujer encinta otro astro ejerciera su influencia. Nadie más se había presentado a nuestro llamado desgarrador y voyerista, por lo que ese cuentecito de la agencia de modelos, mejor dígase edecanes, mejor damas de compañía, olía a naftalina, a viejo. No teníamos razón para seguir con eso entre manos, además, el pinche frío de San Cristóbal y sus múltiples esnobistas rastasjipiesdarkiesmetaleros e intelectualesdemierda me tienen hasta la madre. Así que, en una de esas les dije a Eulalio y Luisa, me regreso por cigarros a Hong Kong: ¡ahí te dejo con el piso limpio, con la cama hecha y ese tu jarrón, que aburrida vida me voy a Hong Kong! (Bendito Jaime López; gracias por presentármelo, Eulalio). En un par de días estábamos de regreso en Tuxtla, otra vez todos juntos. Eulalio y Doris después de todo seguían siendo la pareja perfecta, el uno para el otro. Doris con sus jaladas ambientalistas, sus ONG y esas otras cosas de ciudadanos comprometidos, apasionados, amantes del argüende; y Eulalio, en casa con su biblioteca y sus novelas, con nuevos descubrimientos como un tal Claudio Magris del que, se ufanaba, solamente él y algún despistado incógnito conocía en estas latitudes. Eso de la fotografiada y filmada estaba quedando en el recuerdo de su mente cochambrosa, pues por alguna razón extraña ahora sí estaba decidido a buscar una chamba, quizá como maestro de literatura en la universidad (más carne para mirar; teenagers, pensé cuando me lo dijo) o tal vez en la burocracia cultural, como empleado o jefe, si es que alguien se descuida, en esas instituciones de gobierno cuya función principal es promover y difundir la cultura. (Hijosdesuputamadre, así es la mierda burocracia.)


mentas: vlatido@gmail.com

Fotografía: Juan Nahual

jueves, 13 de agosto de 2009

Diecinueve



Al mediodía, con un dolor de cabeza que laceraba hasta la más brava de mis neuronas, salí a comprar alguna bebida rehidratante. La noche de ayer, como era de suponerse, se convirtió en un bacanal más. Caminé por las calles tristes, frías, de la ciudad. Desayuné tamales en el mercado. De nuevo caminé hacia Santo Domingo. Todo igual.

Qué cabrona la vida. Solamente he pensado en montar ese sueño guajiro, eso de andar espiando viejas. Nada tengo, nada soy. Luisa ya me había hecho ver lo vacío que estoy, aunque había habido entre nosotros, por paradójico que parezca, una suerte de puente después de las irrisorias sospechas de Doris.

Pensaba en esos dislates mientras caminaba, con gatorade, sobre las aceras de Santo Domingo, entre tanta historia, entre gente que busca una manera de ganarse la vida, muy a su modo.

Alcancé a ver las curvas de una mujer que cruzaba la calle.

(Iba a decir que cambió mi rostro, pero no entiendo exactamente cómo es cuando un rostro cambia. A mí me han dicho muchas veces que mi rostro cambia con facilidad, que si me sonrojo, que si me encabrono, que si me asusto, que si estoy pálido, que qué chingados tengo. No entiendo. La vez pasada andaba en el cine con Luisa, muy acaramelados, queriéndonos comer. Enfrente me topé con una vieja amiga, bien sabrosa; la saludé como si nada. Después Luisa me dijo que me había cambiado el rostro. Ai sí que me sacó de onda porque no sentí ninguna sensación especial al ver a mi amiga, por eso digo que no entiendo exactamente eso de las expresiones faciales).

La seguí con la mirada lentamente, no puedo decir que extraviada, la vi llegar a uno de los puestos, con un jipi. La besó en la boca. Se sentaron. Ella sacó de entre su bolsa un par de sándwiches y refrescos. Comieron. Parecían felices. Vi su rostro.

Sí, era ella, Luna.

Estuvieron juntos por espacio de 20 minutos. Yo sólo acertaba a ver de lejos, escondido entre la multitud.

Se despidió con un beso cariñoso y volvió a atravesar la calle. No quise seguirla.

Atónito.

Caminé hacia el puesto aquel para encontrarme con el argentino que me había vendido el disco de Garigoles. Tenía, en el piso, sobre una manta, otras baratijas. Me acerqué con la supuesta intención de comprar algo. Pregunté el precio de unos aretes adornados con plumas. Escuché su voz, su acento argentino, extranjero.

—20 pesos.

En la ciudad esquivé charcos. Comencé a patear una piedra. Me senté. Sudaba. Entré a un café con el pretexto de ver una exposición de las bellezas naturales de Chiapas. Pinches promocionales turísticos. Chiapas es el paraíso. Pura madre. Pinches promocionales. Pinche turismo. Nadie quiere saber que en el paraíso también se sufre. Ni vengan a visitar los riítos, las cascaditas, las ruinitas porque les voy a aventar mi corazón lleno de mierda. Correré a los restaurantes para vomitar, sacar las tripas. Tendré que abrir las alcantarillas para sacar la inmundicia, regarla por la calle junto a un chorro de mi semen.

Me dirigí hacia un bote de basura. Estaba casi vacío. La gente tira sus desperdicios en la calle. La ciudad es el recipiente. Pinche gente. Pero no quiero tirar su nombre en la ciudad. Si lo hago me la encontraré otra vez. Pinche ciudad. No. Pronuncio: Luna. Eructo. Luna, me cansé de esperarte por las noches para ver tu ombligo. Luna, ya no quiero sentir tu olor a tabaco impregnado en tus manos, en tus ropas. Ni ver tus dientes amarillos. Luna, ya no quiero escuchar tus poemas ni a tus pinches cantantes. Luna, pinche Luna. No quiero tomar café en tu casa, frente a la televisión, viendo películas. Luna, quiero que los satélites desaparezcan, que haya una hecatombe para que acabe con todo, contigo, con la Tierra. Luna, no me enseñes tus braguitas en el sillón. No te metas el dedo en la vagina, no me llames con el dedo. ¡Luna!

Eructé en el basurero. Eructo tu nombre Luna. Arrrggg. La boca del recipiente es estrecha, hago un esfuerzo por ensancharla, abrirla como lo hacía con tus piernas. Quiero meter la cabeza y gritar, hasta allá adentro, tu nombre. Pinche Luna. Yo no quiero recordar los buenos momentos. No mames, pinche Luna, esas son cursilerías. Quiero hacerme daño, quiero matarte en este basurero. Con la cabeza dentro vuelvo a eructar. Adentro todo se remueve, hay un olor agrio. Pinche Luna. Vomito. Es saliva aceda. Pinche gastritis. Vomito tu nombre, Luna. Lo vomito en el basurero.

mentas: vlatido@gmail.com


Dieciocho

A Doris le dolían las coyunturas por el frío. Las mañanas coletas calan hasta los pinches huesos. No sé por qué a la gente le gusta venir tanto a pasar los fines de semana acá. A Doris, aunque le encanta el extraño glamour de la ciudad, la chinga el frío. En eso andaba, quejándose, después de la borrachera, cuando tocaron a la puerta. Era uno de sus dichosos amigos ecologistas, quien también tiritaba de frío. Traía noticias. En Tuxtla las cosas regresaban a un cauce más o menos normal. La policía ya no los estaba buscando, les había perdonado todos los desmadres esos medios subversivos. Pero, lo malo para ellos, era que el proyecto de El Zapotal iba para delante.

—No hay de otra —dijo Doris— los compromisos que compra el gobierno no los puede desairar.

—Lo más cabrón es que no van a tirar árboles —dijo Santiago, el amigo ecologista.

—Propiedad privada, deforestada y los riquillos llenándose los bolsillos de paga.

Doris no pudo más que lanzar una sonrisa de resignación.

Esa misma noche decidió regresar a Tuxtla.

Eulalio quiso quedarse unos días más. No quería regresar todavía porque se la estaba pasando leve. Doris, sabiendo que no tenía más nada que hacer ahí, no quiso respingar. Dejó que Eulalio se quedara conmigo y Luisa.

Al siguiente día, tempranito, Doris se regresó. Nosotros habíamos conseguido otra botella.

Por la tarde, mientras ya empezábamos a ver la playa cerca de nosotros (el sol del tequila nos emborrachaba cual cursi y simplona metáfora), Doris se comunicó por teléfono.

Eulalio contestó. Trató de hacer plática unos cuantos segundos. Qué cómo estás, cómo van las cosas por allá, etcétera, etcétera, etcétera. Colgó e hizo ronda al lado nuestro. Luisa reía a carcajadas por un par de chistes medio mamones que le había contado. Y me sabía más. ¿Se los cuento, Eulalio? Le preguntaba sólo porque sabía que le cagaba oírlos. Eulalio no respondió.

Silencio.

Luisa estalló en risa.

—Sí, que me los cuente, anda dile que me los cuente —le dijo a Eulalio.

Éste quiso poner buena cara. Se rascó detrás de la cabeza e hizo un gesto de esos como cuando alguien quiere decir que no está de acuerdo, o mejor dicho, que le vale lo que está pasando.

—No sé —dijo—, si estás dispuesta a escuchar pendejadas, allá tú.

—Ándale, Gil, cuéntalos.

—El siguiente chiste lo aprendí en la prepa. Pongan atención.

Eulalio lo sabía de memoria; fingió poner atención.

—Hace ya varios años, cuando inauguraron Chedraui, una señora vino de Coita para comprar su despensa. Llegó bien tempranito a Tuxtla, como a las siete de la mañana, pero el supermercado todavía estaba cerrado. La señora no quiso esperar a que abrieran la tienda y decidió irse al mercado. Allí compró pollo, leche, huevo, cilantro y todo lo de la despensa. Al mediodía, con la morraleta llena, buscó regresar a Coita, pero no sabía dónde pasaban los camiones. Estaba en el centro. Así que caminó otra vez a la parada de Chedraui. El sol estaba fortísimo, no dejaba ver bien. Pudo distinguir que a lo lejos se acercaba un camión. Le hizo la parada. La señora le preguntó al cobrador:

“—¿A dónde va el camión?

“—A Berriozábal.

“—¡Entonces suben, suben!” —gritó afligida la señora y se subió al camión.

Comencé a carcajearme. Luisa pedía una explicación con la mirada. Eulalio hizo un gesto de fastidio.

—Se sube en un camión a Berriozábal y va a Coita, ¿me entienden?

Luisa comenzó a reírse de mis chistes tan estúpidos. No he sabido si se ríen de la estupidez de esas historias o de mi manera tan pendeja de reírme. Luisa pidió que contara otro chiste.

—Estaba un carpintero clavando un librero, en eso se le acaban los clavos y le pide uno a su chalán. Para qué, pregunta el chalán. Pues para seguir clavando, contesta el carpintero.

Luisa seguía cagándose de risa, pero Eulalio no lo hacía. Luisa lo observó y le preguntó qué le pasaba. Nada, dijo Eulalio. Ya, dinos que pasó con Doris. Eulalio comenzó a contarnos que en Tuxtla no había marcha atrás al proyecto de El Zapotal. Las máquinas y las serradoras ya habían comenzado a trabajar. Había ahora pocos árboles y muchos terrenos planos. Ahí comenzarían a construir planchas de cementos donde se edificarían, después, fastuosas construcciones, salas de espera con televisión satelital, albercas y jacuzzis, cabañas y bares. Atrás, hasta el fondo, con los pocos árboles que dejaron, se haría una tirolesa y se impulsaría el turismo de aventura. A los alrededores los cientos de colonos solamente se quedarían mirando la falsa belleza en lo que se convertirá lo que siempre ha sido suyo, pero no lo respetan. El grupo ecologista, y Doris misma, estaban resignados ante lo que miraban sus ojos. Nada podían hacer. Les habían advertido que cualquier asomo de manifestación o de inconformidad sería repelido con dureza. Los compromisos con la iniciativa privada, había dicho Doris, a la larga convendría a todos.

Luisa y yo coincidimos que lo de El Zapotal era algo serio que afectaría una de las zonas más importantes de Tuxtla, porque era el pulmón de la ciudad. Los calores que se habían dejado sentir eran consecuencia de la creciente deforestación, y que talar los árboles de El Zapotal incrementaría la temperatura. Aunque, con ironía, no dejamos de observar que eso favorecería a la industria cervecera e incrementaría el número de borrachos. Sonrisas.

Pero eso no era lo que más preocupaba a Eulalio. Doris le había dicho que tenía sospechas de que Luisa y él andaban, que eso, es obvio, la entristecía mucho y que no se valía que traicionara a uno de sus mejores amigos, o sea yo.

Los dos, Luisa y yo, nos volteamos a ver sorprendidos; reímos a carcajadas. Esa era una puntada. ¿Cómo podía Doris pensar que Luisa y Eulalio se traían algo entre manos? Dice Doris, contó Eulalio, que los había visto platicando con cierta proximidad en una de las juergas que acostumbrábamos ponernos. Eso le dio muy mala espina. ¿Qué tal besa Eulalio? Le pregunté a Luisa. Ya, no se burlen, replicó Eulalio todo acongojado. Además, Doris cree que la veo con lascivia, como si me la quisiera coger. Y que también eso la llevó a tomar la decisión de regresarse a Tuxtla, para que nosotros arreglemos nuestras cosas. Pues ya está todo arreglado, mañana te vas a Tuxtla y se acabó, le dije. No, dijo Eulalio, me voy a quedar otros días más.


mentas: vlatido@gmail.com

viernes, 31 de julio de 2009

Diecisiete





El frío de la noche nos obligó a comprar una botella de tequila. Nadie quiso salir a un bar. Entre los cuatro comenzamos a beber.
—Estos días tienen que servir para alejarnos de la mierda de la ciudad —dijo Doris.
—Estamos en la ciudad —le contesté.
—Sí, lo que quiero decir es que nos vamos a alejar de la rutina.
—Yo ya no quiero trabajar en el periódico —confesó Luisa.
—Necesito despejar mi mente, acostarme a dormir tranquilo —dijo Eulalio.
Los tres voltearon a verme. No quería decir lo que estaba pasando por mi cabeza. Pedí otro poco de tequila. Pusimos música. Otra vez un cigarro y más tequila.
—Yo quiero dejar de pensar —dije.
— ¿Pensar qué? —preguntó Doris.
—No sé, en este desmadre.
—Explícate.
—Nada, salud —dije y bebí de un gran sorbo el tequila. Raspó mi garganta y dejé salir un sonido gutural, ¡ahhhh!, y pedí más. Todos repitieron la ronda. Seguimos bebiendo. Alrededor de la media noche, algo beodos, salimos a cenar. Compramos unos tacos. Decidimos, envalentonados, meternos en uno de esos bares famosos, llenos de niños y niñas bien de Tuxtla. Por eso dicen que San Cristóbal es una gran cantina, la cantina de los tuxtlecos.
La banda que tocaba le entraba a todo, con tal de ganarse unos centavos. Comenzamos a pedir cerveza. Eulalio y Doris se llenaron de arrumacos en una esquina, mientras que Luisa me invitó a bailar. Traté de explicarle que eso de mover el bote no era lo mío. Me tomó de la mano y caminamos hacia un pasillo, rumbo al baño. Ahí bailamos con discreción. Me sentía inútil. Llamé al mesero, pedí un par de cervezas más. Poco a poco mis pies se fueron haciendo más ligeros, empezaron a seguir el ritmo de la música. Luisa me besó intempestivamente. Respondí, primero, de la misma manera. Pero la separé y comencé a bailar con sabor, como dicen. (De reversa mami, dice Eulalio que dije). Ya estaba pedísimo. En el zangoloteo empujé a uno de los meseros, cayó con cervezas. Se levantó y, junto con otros, intentó sacarme. Se armó el barullo.
Entre los gritos y el arremolinamiento de gente, Luisa me tomó del brazo y me sacó discretamente del lugar.
Hacía un chingo de frío.
Intenté besarla.
—No mames, Gilberto, acabas bolo y todavía quieres coger. No siempre tiene que ser así.
—N quiero coger —dije.
—Te conozco, sé cómo eres. Así que mejor cállate.
Sólo balbucí alguna incoherencia.




De: Luna Santana santa.luna@live.com.mx
Para: gilipollas@zipolite.com
Tema: Idiay

No creas que me he olvidado de ti, ciertamente he tenido cosas que hacer. Pensé que ya me habías olvidado, no me has llamado ni me has escrito, de hecho imaginé que ya no querías verme pues alguna vez dijiste que el día que ya no me quieras ver no vas a avisar, sólo lo vas hacer y ya. Pensé que había llegado ese momento. Supongo que has tenido mucho trabajo. Te llamo en la semana para ponernos de acuerdo. Bueno mi Gili, cuídate mucho y no te olvides que te quiero. Besos

P.D. Existe, existe, existe


mentas:vlatido@gmail.com
Ilustración: Juan Nahual

jueves, 16 de julio de 2009

Dieciséis


De: Gilberto Pola gilipollas@zipolite.com

Para: santa.luna@live.com.mx
Tema: Re: No te sientas mal

Hola Luna, tu último correo lo sentí medio agresivo. No sé, me dio la impresión de que escribiste como diciendo: a mí éste no me hace nada, pues qué se cree. Pero de todos modos me da gusto que hayas respondido y que "digas" que no estás enojada conmigo. El martes iba a ir a tu casa pero me encontré a Eulalio y no me lo pude quitar de encima. Pero uno de estos días, no te voy a decir cuándo, voy a llegar para ver el rostro de felicidad que vas a poner cuando me veas atravesar la puerta de tu casa. Sígueme escribiendo, ¿sale?

Gilberto

P. D. Existir es esto: beberse sin sed.





San Cristóbal es una ciudad llena de extranjeros. Algunos le dicen la ciudad de los vientos y no porque el aire sople a todo pulmón, sino porque a ella llegan a parar personas de múltiples nacionalidades, muchas de ellas conocidas como turistas revolucionarios. Es un mote chido. Turistas y revolucionarios. El sup Marcos es un imán para los extranjeros. Llegan con mochilas desgarradas, cayéndose a jirones, se hospedan, algunos, en posadas baratas. Son llamados, también, turistas lumpen. Claro que además llegan extranjeros nice. Rápido se les ve la lana.

Los cuatro llegamos por la tarde. Buscamos la casa de la amiga de Doris. Nos metimos por calles angostas cercanas a Santo Domingo, un ex convento en el que se apuestan, en sus alrededores, jipis e indígenas a vender sus artesanías. La casa tiene tres cuartos. En uno se quedaron Eulalio y Doris y en otro Luisa y yo. El tercero serviría para montar el estudio, sin que Doris lo notara.

Llevábamos dos días en San Cristóbal cuando decidimos ir a comprar algunas baratijas. Fuimos a Santo Domingo, con los jipitecas. Recorrimos los pasillos del mercado en busca de algo que satisficiera nuestras necesidades. Luisa vio un collar de semillas, no sé de cuales, que le encantó. Se la pasó regateando con el jipi mientras nosotros nos adelantábamos mirando toda la bisutería contracultural. Las ropas que vendían pretendían ser étnicas, hechas por manos indígenas. Pero mucha tenía etiqueta de fábrica; las indicaciones eran las mismas que las de cualquier prenda que venden en los supermercados. Nada valía en realidad la pena.

—Para la siguiente vez vamos al mercado de Chamula. Ahí sí encuentras ropa hecha por los indígenas, aunque, claro, es cara —dijo Eulalio con un gesto de molestia.

—Aquí también hay —le dije— todo es cuestión de que sepamos buscar. No vamos a ir con cualquier greñudo que pretenda vender ropa indígena sólo para querer dignificar nuestras raíces culturales.

—Ya sé —respondió Eulalio con el mismo gesto.

Luisa todavía regateaba con el vendedor. Eulalio y Doris, tomados de la mano, entraron en la iglesia de Santo Domingo. Yo seguí caminando por los pasillos. Observaba con detenimiento lo que podría servirme. Bueno, dije, pues voy a tener que comprar baratijas, no hay de otra. Pregunté por algunas pulseras y por aretes. Hacia el final del pasillo vi un puesto de discos. Caminé para ver qué tipo de música vendían.

Me acerqué y salió un tipo con acento extranjero, algo así como argentino. Dijo que podía levantar cualquier acoplado que me interesara, sin compromiso alguno. Por supuesto que sin compromiso, pensé, ni modo que con sólo tocarlo tenga que hacerme de él.

—Éste, de Feliú, está de poca madre, te lo recomiendo —dijo mientras se acomodaba la liga con la que amarraba su cabello, largo como una cola de caballo.

—Gracias.

—Llévatelo, ese cubanito tiene buenas rolas.

—No.

—Mira, creo que te puede interesar este otro.

Mostró un disco de Garigoles, espécimen raro en esta la tierra de los confines. Vio mi sonrisa y se apresuró a decirme el precio. 50 pesos no se me hacía caro porque el material, a simple vista, parecía ser original. Saqué un billete y se lo extendí. Al recibirlo, pude ver en su pecho un dije con la forma de una Luna.


mentas: vlatido@gmail.com

ilustración: Juan Nahual

Quince

Doris me llamó por teléfono porque quería platicar conmigo. Nos citamos en el café del Centro Cultural. Ella quiso ir ahí. Sabía bien que a mí el café, aunque sea de Chiapas, no me gusta. Prefería un vaso lleno de caguama bien fría. Pero insistió.

—¿De qué se trata? —le pregunté por teléfono.

—Nada, hombre, quiero platicar contigo.

Se dio cuenta de que la espié, pensé.

—¿Segura que no ha pasado nada importante?

—No, tengo ganas de platicar con vos, como cuates. ¿Qué, no me querés ver?

—No es eso. ¿Se trata de Eulalio?

—No.

—¿Entonces?

—No te lo puedo decir por teléfono

—¿Por…?

—Quiero que me veas fijamente a los ojos.

—¿Me vas a declarar tu amor?

—Sí, cómo lo intuiste.

—Ya ves, así somos los hombres guapos que estamos acostumbrados a tratar con infinidad de enamoradas.

—Ajá, brincos dieras. Nos vemos a las seis en el café. No me vayas a dejar plantada. Llevas cigarros ¿eh?

Me pareció raro que Doris haya insistido tanto en platicar conmigo. Lo único que pensaba era que me había visto espiándola. Comenzaba a inventar excusas. Le iba a decir que todavía estaba bolo y que en realidad no me produjo ningún placer, fue algo natural. Sonaba bien. ¿Y si no me creía? Entonces le diría que soy sonámbulo. Tenía los ojos abiertos pero no veía nada. No, eso parece más infantil. Ella me conoce, sabe que no padezco de eso. ¿Entonces?

Cuando llegué al café, Doris ya estaba ahí.

Después de saludarnos pedimos dos tazas de café. No me importó. Sabía que las iba a necesitar para tranquilizarme ante las acusaciones de Doris. La veía nerviosa. Sentía que en cualquier momento iba a comenzar con las embestidas que se merece un enfermo como yo. Es que ser mirón es patológico. Claro que no me considero un maniático sexual, ni depravado o desenfrenado. Hay peores. Para mí es algo que acabo de descubrir. Además, a quién no le fascina el cuerpo de una mujer desnuda. Pero de una mujer bien formada, con curvas pronunciadas y protuberancias en su lugar. Tampoco exijo un cuerpo perfecto, sólo que sea armónico.

El primer tema que abordó Doris fue el de los ecologistas. Estaban metidos en problemas porque habían secuestrado autobuses. La alcaldesa había ordenado su recuperación y otra vez había varios detenidos. Pero Doris pensaba que la policía la andaba buscando porque el día del operativo se escapó de sus manos. Se veía preocupada.

—Qué haces aquí, deberías estar en casa o irte de vacaciones —le dije.

—Es lo que pienso hacer. Me van a buscar aquí en Tuxtla pero no creo que lo hagan en San Cristóbal.

—Te dije que eso del comunismo, intelectuales y activistas de izquierda son puras jaladas. Todos secuestran camiones y les dan motivos para que les echen a la perrada.

—Sí, pero no podemos dejar que nos gobierne una oligarquía, hasta la naturaleza quieren privatizar.

—No te digo, pinches comunistas.

—¡Oh, déjame hablar! Ya ves lo que hicieron con el Cañón del Sumidero. No solamente alteran el equilibrio ecológico, sino que elitizan todo lo que se puede. Con El zapotal está pasando lo mismo. El complejo ecoturístico no es obra del municipio. Atrás hay intereses de gente de lana. No parece justo.

—Sabes que así es el neoliberalismo. El Estado no se quiere hacer cargo de nada. Dicen que se acabó el paternalismo, que instaurarán el Estado mínimo, que cada quien se rasque como pueda, que coman lo que encuentren. Es una mierda. Cada vez somos más los pobres.

Doris me miró fijamente. Recordé lo que me había dicho por teléfono. “Quiero que me veas fijamente a los ojos”. Supuse que había llegado el momento de echar a andar el plan. Los pretextos que había inventado los repasé mentalmente. Sí, le iba a decir que todavía estaba bolo.

Me pidió un cigarro. Fumó con la mirada perdida.

—Ayer habló al celular una tal Luisa, ¿la conoces? —preguntó. Quedé un momento callado. No sabía qué contestar. Me sorprendió.

—¿Se portó mal contigo?

—Dime si la conoces —insistió.

—Sí —no tuve opción.

—Esa vieja me está dando mala espina. Habla para preguntar por Eulalio. Te lo voy a preguntar una sola vez y quiero que me contestes con la verdad: ¿son amantes?

—¿Ella y yo?

—No te hagas pendejo, Eulalio y ella.

—No, cómo crees. Luisa es mi chava. Le dije que le hablara a Eulalio porque mi teléfono no sirve. Eulalio quedó de avisarme cada vez que Luisa le hable, ya sabes, para ponernos de acuerdo para salir. Él me ha pasado los recados varias veces. Ayer mismo me dijo que Luisa quería hablar conmigo.

—Entonces esa chava ha de estar muy enamorada de ti, porque habla a cada rato. Hoy habló tres veces y ayer lo mismo. La verdad estaba comenzando a pensar mal.

Sonreí.

Le expliqué que vivía sola en Tuxtla. Había estudiado literatura y que por eso se habían caído muy bien con Eulalio. Las veces que habían platicado lo hicieron de libros y autores que para mí resultaban extraños. Eso me animó a pedirle que le hablara para pasarme los mensajes. Si se agradaban ella no se cohibiría por recurrir a Eulalio para avisarme de sus tropelías o para vernos.

—¿Gilberto, ya te olvidaste de Luna? —preguntó Doris.

Me agarró desprevenido. Hacía varios días que no pensaba en Luna. El proyecto que tenía en mente me absorbía.

—La verdad no sé —le contesté.

—¿Sabes qué fue de ella?

—No.

—A mí me caía muy bien. Desapareció de repente, sin decir algo. Me pregunto qué será de ella, a dónde se habrá ido. Dejó la escuela, te abandonó. Es raro.

—Sí.

—Lo grandioso es que encontraste a otra chava. No es bueno estar solo. Te propongo una cosa: organicemos un viaje a San Cristóbal, no sé, estemos allá una semana. Nos va a servir a todos. Yo me voy a alejar de la policía y de los ecologistas; Eulalio se va a distraer un rato, a veces me asusta porque se la pasa leyendo todo el día y, últimamente, ha desatendido dos eventos por estar con sus libros. Creo que a ti te servirá para olvidarte por completo de Luna y acercarte mucho más a Luisa.

La idea no era tan descabellada. Lo que estábamos esperando era una oportunidad para pirarnos a San Cristóbal unos días. Era el lugar perfecto para echar a andar el proyecto de la agencia voyeurista. Sólo Luisa sería la observada. Ahora tendría que ponerme de acuerdo con ella y con Eulalio para sostener la pequeña farsa que acababa inventar. De alguna manera tendríamos que estar los cuatro sin que Doris sospechara de nuestros planes. Es más, allá nos daría tiempo de enganchar a alguna francesita o tal vez a una gringa para consumar nuestras intenciones.

—¿Sabes de alguien que nos pueda prestar una casa allá? —le pregunté.

Llamé a la mesera y le pedí, casi por inercia, otro café para los dos.

—Sí. Tengo una amiga que tiene una casa con dos o tres cuartos. Ya una vez fuimos. Se la puedo pedir. Ella vive acá y esa casa la usa de vez en cuando. Sabe que mi situación es delicada. No creo que me la niegue.

Perfecto, pensé.

Al siguiente día me comuniqué con Eulalio. Le planteé la situación. Él tenía dudas. No quería que Doris estuviera. Me reclamó porque consideraba que había errado la táctica. Le dije que una vez allá nos las ingeniaríamos para que todo saliera a la perfección. Además, le reclamé, por qué Luisa le había estado hablando y yo no lo sabía. Me dijo que estaba preguntando si se iba a hacer el negocio, y como él, gracias a mi dadivosa designación, era el administrador, sabía cómo, cuándo, dónde y con quién se haría. A fin de cuentas yo sólo era el fotógrafo y el camarógrafo, como quien dice un gato.

Después llamé desde mi casa a Luisa. Le dije que el fin de semana nos iríamos a San Cristóbal para comenzar a trabajar. También le comenté la plática que había sostenido con Doris. Aceptó el juego, le parecía divertido hacerse pasar por mi novia. También le informé que ella sería la única modelo. Tampoco chistó.

mentas: vlatido@gmail.com

Catorce



No sabes qué se siente estar solo, sentirse en calidad de abandonado. No es simplemente estar encerrado en cuatro paredes, o las que quieras. No. Es vivir entre la multitud, entre la gente igual que tú, y saber que no eres parte de ellos. Puedes ir a los círculos literarios y saber que eso no es lo tuyo; estar con los niños popis y sentir que respiras mierda; bailar desenfrenadamente con los hippies, con los rockers, con quien tú quieras, para acabar pronto, y creer que todos, sí, t-o-d-@-s (en términos de la digigeneración) son ajenos a ti.

No sabes qué es el vacío. Es triste que un acto mayestático como tener sexo resulte una insignificancia después de haberte liberado por completo de tu alter ego, de tu ser albino que por alguna razón natural huele, al principio, a ti, y después comienza a pudrirse, a descomponerse hasta llegar a aborrecerlo: sales de la cama con un cigarro en la boca queriendo escapar de tu suplicio, de la triste mirada que encuentras en el espejo: los ojos desorbitados, sudando lágrimas, muerto. Fumas una, dos… no sé cuántas veces, inhalas y quieres que el tabaco te desaparezca y borre el oprobio al que te has expuesto.

No sabes que ver es lo mismo que sentir. Tú crees que el contacto concupiscente, carnal, es el paroxismo. No. Ver también te eleva hasta un punto en el que crees que tocas la nada con tu índice. Pero ver, como tocar, te mata a cada suspiro, en cada jadeo. Ahí te vas, desmoronándote en pedacitos tan pequeños; laceran como tachuelas tiradas en las calles embaldosadas de soledad.

No sabes qué es salir engentado de cualquier lugar público. Las risas son las mismas, las muecas son tan parecidas que todos se atisban clonados. El alcohol te sabe tan común que crees estar tomando agua. El agua que embriaga a los demás. A diario sigues matándote con un saludo, con una sonrisa cortés, con un te quiero fingido. Mueres con los demás, pero no sabes no te das cuenta de que en cada parte de todos hay una parte tuya. Un instante.

No sabes que te vas a morir vacía, sin ser tú. Tu destino es la degradación. Eres tan normal que no te das cuenta de que eres un cadáver con halos incomprensibles: mueves las piernas: respiras.

No sabes que eres tan débil que te refugias en los ojos de cualquiera. Los buscas y te sientes feliz.

Nosabesqueportiheexistido.

De: Luna Santana santa.luna@live.com.mx
Para: gilipollas@zipolite.com
Tema: No te sientas mal

Mi queridísimo, amantísimo y estimadísimo Gilberto:

Me siento conmovida de ver que en verdad te preocupa no hacerme sentir mal. Quiero tranquilizarte y decirte que no te preocupes por mí. No puedo mentirte, pues sí siento un poco gacho que a veces no te acuerdes de mí. Sé que a veces te cuesta venir a verme, pero siempre que estás conmigo me siento súper. Me gustan tus besos y tu manera de hacer el amor. Claro que me siento sola. Bien sé qué clase de hombre eres y que no eres el apropiado para mí. ¿Tú crees que soy una chiquilla y que no sé qué ondas? Esto es lo que vamos a hacer mi chiquillo... yo prefiero conservar tu amistad, aunque bien sé que tampoco podemos tener una súper amistad porque tú no eres muy dado a eso. Pero es mejor recibir un mensaje tuyo de vez en cuando, o sea que cuando te venga en gana. Gracias Gili por tu amistad, por tu sinceridad y por todo, que aunque no ha sido mucho lo que me has dado, vale para mí. Yo también te aprecio, de verdad… Te quiero mucho y te mando un beso.

Luna

P.D. Si existo es porque me horroriza existir.



mentas: vlatido@gmail.com

ilustración: Juan Nahual

jueves, 18 de junio de 2009

trece


De: Gilberto Pola gilipollas@zipolite.com

Para: santa.luna@live.com.mx
Tema: ¡sorpresa!

Hola Luna, cómo has estado, dirás: éste qué se cree, me habla un día, va a mi casa, se la pasa bien, coge, y de un momento a otro desaparece y no se acuerda de mí. Lo comprendo. La verdad es que soy un desgraciado que se aparece cuando quiere, aunque muchas veces tengo cosas qué hacer; en la noche como que me da algo de no sé qué y prefiero quedarme en casa. No es raro que me tarde eternidades en responder un correo, tal vez por eso medio mundo se aleja de mí. Pero te cuento: a veces me gusta esta soledad y estar fuera de todo lo que la gente hace normalmente. A lo mejor debería estar en un manicomio. Solamente espero que no estés enojadilla conmigo y que me comprendas. A veces como que me entra el remordimiento y digo: no esto no se hace, mira que Luna es buena gente y no me pide más que estar con ella un rato. Además, no quiero que se vaya a sentir mal. Qué tonto soy, no crees. ¿Puedo verte en estos días?

Saludos

Gilberto

P.D. Yo que escucho, existo.




—Ja ja ja, aceptas que eres un degenerado ¿cuántas chaquetas te haces? No te basta con cogerte a mis fajes —dijo Eulalio cuando le confesé que me gustaba espiar. Claro que no le comenté que Doris era una de mis víctimas. El motivo de montar una agencia de modelos era regodearse con las chavas. Pero no solamente tomarles fotos, sino espiarlas desde que comenzaran a quitarse la ropa hasta quedar en cueros. Eulalio, aunque nunca había reparado en ser un mirón, también quería formar parte del show, sobre todo porque se estaba convenciendo de que necesitaba vivir aventuras diferentes, coger con otra mujer que no fuera, como todas las noches, la suya.

Cuando me di cuenta de que me gustaba espiar me puse a leer sobre voyeurismo y esas cosas. Para algo tiene que servir internet, ¿no? Tampoco asumo la actitud de Eulalio y Doris, incluso la que asumía Luna; nomás leo un rato, cuando me conviene, y en internet. Ellos se la pasan con un libro en la mano o en la mochila. Ahora lo que me interesaba era lo voyeur.

—Creo que ser un voyeur es algo natural. Todos hemos sentido la curiosidad de ver sin ser vistos. Por eso el éxito de los reality shows. Convierten en espectáculo la realidad, al drama de los demás. Y nosotros, como cualquier hijo de vecina, paramos la oreja y vemos las desgracias de los otros. Es como si todo el día estuviéramos espiando al de al lado, en su casa, y enterarnos de lo que sufren. Ya ves, el big brother de eso se trata, es uno de los programas con mayor rating de la televisión en México.

—Pero eso, como televisión, es basura —replicó Eulalio.

—Sí, es basura porque la televisión debe ser aprovechada de otra manera, sin programas tarados y banales.

—Es cultura de masas.

—La pulsión escópica del hombre es natural. Mientras no se masifique seguiremos conservando inviolable nuestra condición de seres humanos únicos e irrepetibles.

—Sí, aunque te diré que eso es degenere.

—¡Bah!, ya no intelectualicemos a este pinche mundo. Tú también estás entusiasmado con el proyecto.

—A fin de cuentas eso es lo que nos mueve: el sexo. Dejándonos de mamadas, solamente Luisa es la que está puesta, no tenemos a nadie más.

—No resultó la idea de poner un anuncio. Las tuxtlecas son bien mochas.

—Les gusta coger, eso sí, pero a escondidas de sus papás.

—Ja, ja, ja. ¿Y quién coge con los papás mirando? Les gustaría, ya ves que todos somos escopofílicos.

—Luego reniegas porque intelectualizamos.

—En serio, necesitamos buscar más chavas. Vamos a Las maravillas. Ahí contactamos a alguien que quiera exhibirse. Porque te diré que así como hay voyeuristas, como vos, también hay exhibicionistas.

—Ajá, gracias por lo de mirón.

—De nada.

—Vamos hoy.

—Órale.

Las maravillas es un antro de medio pelo donde hay strip. No es de gran alcurnia ni llega lo más selecto de la sociedad tuxtlequita. Al contrario. Está refundido en La Albania, una de las colonias más conflictivas de la ciudad. Al llegar cruzamos un garaje y después un guardia, que nos registra de pies a cabeza, nos condujo a través de unas escaleras al bar. El espectáculo no había comenzado. Pedimos unas cervezas. Destapé una cajetilla de camel.

—¿Por qué fumas camel? —preguntó Eulalio.

—Porque son los que fumaba Luna.

—¿Fumaba?

—Sí.

Una voz grave anunció a Esmeralda, la chica más ardiente de la noche. Esmeralda, delgada y de buen ver, comenzó el espectáculo. Esa está bien para las fotos, pensé. Al ritmo de la música, como si fuera un rito (con seriedad, mirada clavada en la de los demás) Esmeralda se fue quitando la ropa. Caminaba hacia las esquinas de la pista. En cada una había un tubo. Bailaba flexionando el torso, como poniéndose en cuatro. Sus nalgas rosadas quedaban al descubierto, sólo una tira de la pantaleta impedía ver más allá. Bailaba delante de las mesas e invitaba a todos a poner billetes entre sus ropas de trabajo. Una vez que hubo juntado una buena lana (billetes de 100 y 200 pesos) se desnudó completamente. En ese instante se desvaneció la música, recogió el dinero, sus ropas, se cubrió el cuerpo y corrió hacia los camerinos.

Es el placer de ver.

Es el placer de exhibirse.

Después bailaron cuatro chicas más. Solamente una de ellas parecía interesante. Al terminar el espectáculo Esmeralda se dirigió directamente a nosotros. Se sentó a mi lado. La saludé con un beso cerca de la boca mientras le tocaba las nalgas. Se dio la vuelta para saludar a Eulalio y aproveché para darle otra nalgada.

—¿Eres rapidito, verdad? —dijo y se sentó a mi lado. Pidió una cerveza. El mesero se la trajo y le dio una ficha.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Nada. ¿Ustedes ya no van a tomar? —volvió a llamar al mesero y le pidió más cervezas. Le entregó dos fichas más.

Se dio cuenta de que Eulalio se irritaba. Llamó a Michele, una de las chicas que había bailado (la interesante), para que se sentara con él.

Los cuatro comenzamos a beber. Las dos parecían desesperadas con las cervezas, se las acababan rápido. Al dejar la botella vacía volvían a llamar al mesero para pedir más. Y, como sucedía con cada cerveza, les entregaban fichas. Las teníamos que pagar en ese momento. Tomé a Esmeralda por el talle y la senté, de piernas abiertas, encima de mí. Busqué sus tetas. Levanté su blusa y comencé a chuparlas. Eulalio tampoco se quedaba atrás. Buscaba desesperadamente la carne desnuda, rodeaba las nalgas de Michele con sus manos, las metía entre sus ropas. Le pregunté a Esmeralda si había un lugar donde pudiéramos estar solos. Me dijo que sí, pero que tendría que pagar por eso. Fuimos al cuarto. Briagos los dos nos desnudamos. Le pedí a Esmeralda que se desvistiera lentamente. Así lo hizo. Cogimos de distintas maneras. El mundo era uno solo: rodeado de cuatro paredes, sin horizontes ni esperanzas. Sólo la carne, el pecado de Adán y Eva. Bajo el efecto de las cervezas nada parecía importar. ¿El amor? Qué va. Es como dios, no existe. Existo yo y existe ella. No hay más. Existimos los hombres como las mujeres y venimos a coger.

Comencé a vestirme. Ella se quedó en la cama fumando. Yo me ponía con rapidez la ropa. Le comencé a platicar la idea de las modelos. Le dije que su cuerpo era bastante interesante y que podría hacer una fortuna exhibiéndolo. Ella no me creía. Estás bolo, decía. Después me exigió que le pagara. Busqué entre mis bolsillos el dinero pero ya no tenía ningún peso. Me hice tonto un momento. Me acerqué a darle otro beso. Seguía desnuda. Todo el dinero nos lo habíamos gastado en las cervezas que les pagamos.

—Todas esas fichitas que te dieron por las cervezas son tu comisión. ¿Descuéntamelo, no? —le dije.

Le aseguré que si le entraba se lo iba a reponer, que ya no traía con que pagarle. La borrachera se le bajó al escuchar esas palabras. No tenía dinero. Comenzó a gritar el nombre del que, pensé, era el administrador del lugar. Me entró un miedo cabrón, así que salí corriendo del cuarto.

Eulalio estaba en el agasaje con la otra chava.

—Vámonos cabrón, antes de que nos cargue judas —le dije mientras Esmeralda salía corriendo desnuda del cuarto. Los demás nos quedaron viendo sorprendidos, uno de los guardias comenzó a correr hacia nosotros.

—Deténganse hijos de su chingada madre —gritó.

—Ni madres —le contesté y agarré a Eulalio de un brazo, comenzamos a correr rumbo a las escaleras. En la puerta se nos atravesó el policía quien, al escuchar el barullo, se había asomado sin saber exactamente qué pasaba.

—Hazte a un lado cabrón —le dije. Con el miedo detrás de mí, y olvidándome de la bolera, le solté una patada en los testículos. El policía cayó retorciéndose. Pasamos encima de él. Detrás de nosotros dos guardias corrían velozmente. Por suerte un taxi había dejado un pasaje exactamente frente al antro. Sin pensarlo dos veces nos subimos.

—Llévanos a donde sea, pero sácanos de aquí.

Después del azoro, Eulalio le indicó al taxista la dirección de su casa. Le pregunté si había arreglado algo con Michele.

—En eso estaba pero saliste con tu desmadrito. ¿Qué pasó?

Le conté lo sucedido.

—No le alcancé a decir, se nos fue vivo el pichoncito —dijo Eulalio antes de bajarnos del taxi. Todavía se cagaba de risa por lo ocurrido en la cantina.


mentas: vlatido@gmail.com

ilustración: Juan Nahual