jueves, 13 de agosto de 2009

Dieciocho

A Doris le dolían las coyunturas por el frío. Las mañanas coletas calan hasta los pinches huesos. No sé por qué a la gente le gusta venir tanto a pasar los fines de semana acá. A Doris, aunque le encanta el extraño glamour de la ciudad, la chinga el frío. En eso andaba, quejándose, después de la borrachera, cuando tocaron a la puerta. Era uno de sus dichosos amigos ecologistas, quien también tiritaba de frío. Traía noticias. En Tuxtla las cosas regresaban a un cauce más o menos normal. La policía ya no los estaba buscando, les había perdonado todos los desmadres esos medios subversivos. Pero, lo malo para ellos, era que el proyecto de El Zapotal iba para delante.

—No hay de otra —dijo Doris— los compromisos que compra el gobierno no los puede desairar.

—Lo más cabrón es que no van a tirar árboles —dijo Santiago, el amigo ecologista.

—Propiedad privada, deforestada y los riquillos llenándose los bolsillos de paga.

Doris no pudo más que lanzar una sonrisa de resignación.

Esa misma noche decidió regresar a Tuxtla.

Eulalio quiso quedarse unos días más. No quería regresar todavía porque se la estaba pasando leve. Doris, sabiendo que no tenía más nada que hacer ahí, no quiso respingar. Dejó que Eulalio se quedara conmigo y Luisa.

Al siguiente día, tempranito, Doris se regresó. Nosotros habíamos conseguido otra botella.

Por la tarde, mientras ya empezábamos a ver la playa cerca de nosotros (el sol del tequila nos emborrachaba cual cursi y simplona metáfora), Doris se comunicó por teléfono.

Eulalio contestó. Trató de hacer plática unos cuantos segundos. Qué cómo estás, cómo van las cosas por allá, etcétera, etcétera, etcétera. Colgó e hizo ronda al lado nuestro. Luisa reía a carcajadas por un par de chistes medio mamones que le había contado. Y me sabía más. ¿Se los cuento, Eulalio? Le preguntaba sólo porque sabía que le cagaba oírlos. Eulalio no respondió.

Silencio.

Luisa estalló en risa.

—Sí, que me los cuente, anda dile que me los cuente —le dijo a Eulalio.

Éste quiso poner buena cara. Se rascó detrás de la cabeza e hizo un gesto de esos como cuando alguien quiere decir que no está de acuerdo, o mejor dicho, que le vale lo que está pasando.

—No sé —dijo—, si estás dispuesta a escuchar pendejadas, allá tú.

—Ándale, Gil, cuéntalos.

—El siguiente chiste lo aprendí en la prepa. Pongan atención.

Eulalio lo sabía de memoria; fingió poner atención.

—Hace ya varios años, cuando inauguraron Chedraui, una señora vino de Coita para comprar su despensa. Llegó bien tempranito a Tuxtla, como a las siete de la mañana, pero el supermercado todavía estaba cerrado. La señora no quiso esperar a que abrieran la tienda y decidió irse al mercado. Allí compró pollo, leche, huevo, cilantro y todo lo de la despensa. Al mediodía, con la morraleta llena, buscó regresar a Coita, pero no sabía dónde pasaban los camiones. Estaba en el centro. Así que caminó otra vez a la parada de Chedraui. El sol estaba fortísimo, no dejaba ver bien. Pudo distinguir que a lo lejos se acercaba un camión. Le hizo la parada. La señora le preguntó al cobrador:

“—¿A dónde va el camión?

“—A Berriozábal.

“—¡Entonces suben, suben!” —gritó afligida la señora y se subió al camión.

Comencé a carcajearme. Luisa pedía una explicación con la mirada. Eulalio hizo un gesto de fastidio.

—Se sube en un camión a Berriozábal y va a Coita, ¿me entienden?

Luisa comenzó a reírse de mis chistes tan estúpidos. No he sabido si se ríen de la estupidez de esas historias o de mi manera tan pendeja de reírme. Luisa pidió que contara otro chiste.

—Estaba un carpintero clavando un librero, en eso se le acaban los clavos y le pide uno a su chalán. Para qué, pregunta el chalán. Pues para seguir clavando, contesta el carpintero.

Luisa seguía cagándose de risa, pero Eulalio no lo hacía. Luisa lo observó y le preguntó qué le pasaba. Nada, dijo Eulalio. Ya, dinos que pasó con Doris. Eulalio comenzó a contarnos que en Tuxtla no había marcha atrás al proyecto de El Zapotal. Las máquinas y las serradoras ya habían comenzado a trabajar. Había ahora pocos árboles y muchos terrenos planos. Ahí comenzarían a construir planchas de cementos donde se edificarían, después, fastuosas construcciones, salas de espera con televisión satelital, albercas y jacuzzis, cabañas y bares. Atrás, hasta el fondo, con los pocos árboles que dejaron, se haría una tirolesa y se impulsaría el turismo de aventura. A los alrededores los cientos de colonos solamente se quedarían mirando la falsa belleza en lo que se convertirá lo que siempre ha sido suyo, pero no lo respetan. El grupo ecologista, y Doris misma, estaban resignados ante lo que miraban sus ojos. Nada podían hacer. Les habían advertido que cualquier asomo de manifestación o de inconformidad sería repelido con dureza. Los compromisos con la iniciativa privada, había dicho Doris, a la larga convendría a todos.

Luisa y yo coincidimos que lo de El Zapotal era algo serio que afectaría una de las zonas más importantes de Tuxtla, porque era el pulmón de la ciudad. Los calores que se habían dejado sentir eran consecuencia de la creciente deforestación, y que talar los árboles de El Zapotal incrementaría la temperatura. Aunque, con ironía, no dejamos de observar que eso favorecería a la industria cervecera e incrementaría el número de borrachos. Sonrisas.

Pero eso no era lo que más preocupaba a Eulalio. Doris le había dicho que tenía sospechas de que Luisa y él andaban, que eso, es obvio, la entristecía mucho y que no se valía que traicionara a uno de sus mejores amigos, o sea yo.

Los dos, Luisa y yo, nos volteamos a ver sorprendidos; reímos a carcajadas. Esa era una puntada. ¿Cómo podía Doris pensar que Luisa y Eulalio se traían algo entre manos? Dice Doris, contó Eulalio, que los había visto platicando con cierta proximidad en una de las juergas que acostumbrábamos ponernos. Eso le dio muy mala espina. ¿Qué tal besa Eulalio? Le pregunté a Luisa. Ya, no se burlen, replicó Eulalio todo acongojado. Además, Doris cree que la veo con lascivia, como si me la quisiera coger. Y que también eso la llevó a tomar la decisión de regresarse a Tuxtla, para que nosotros arreglemos nuestras cosas. Pues ya está todo arreglado, mañana te vas a Tuxtla y se acabó, le dije. No, dijo Eulalio, me voy a quedar otros días más.


mentas: vlatido@gmail.com