jueves, 27 de agosto de 2009

Veintiuno


Enciendo la computadora, entro a internet.
Abro mi correo.
Escribo.
Para: santa.luna@live.com.mx.
Tema (mmmm): ¡Je, je, je, yo nada puedo hacer contra las fuerzas del mal, la profecía se cumplió!
Escribir correo:
No recuerdo haberte dicho, en ninguno de mis correos, que las historias nunca tienen un final feliz. Esas son patrañas mercadotécnicas que sólo se ven en las novelas cursis de Televisa. Aunque nuestra historia también podría parecerse a una de ellas. Final cursi, quizá hasta rosa, pero trágico.
 Ayer recorrí la ciudad, mi única novia: alegre, amarga, fiel y prostituta. La gente camina por sus calles mientras la hieren. Sus pisadas son agujas que caen lentamente sobre su cuerpo. Imagínate que es una muñeca para brujería. Se entierran en su seno: le carcomen las entrañas, penetran el corazón, drenan sus ojos hasta que se va quedando sola, solita, sucia y desamparada. Con la calidez de la luz solar el amor intenta renacer. La ciudad se ha prostituido. Habrá alguien que la vuelva a amar.
             
Enviar, espere por favor, su mensaje se ha enviado a los siguientes destinatarios: santa.luna@live.com.mx.
           

En Tuxtla el calor es aterrador, sobre todo en el verano. La gente quiere escapar, irse a las playas o a los balnearios. Otros preferimos quedarnos en calzones, en casa, con el ventilador a todo lo que da. Así estábamos. Luisa ni siquiera extrañaba el frío de San Cristóbal. Pinche ciudad, pinche frío. Mejor el calor y las cervezas. En el cuarto, al mediodía, Luisa veía una película. Yo no tenía ganas. Sudaba, la cama se había empapado. ¡Y esa pinche película cursi! En calzoncillos caminé hacia la sala. Pasaban un partido de futbol. Destapé otra cerveza. El partido estaba aburridísimo, no había nada mejor que ver. Por qué cuando no tienes otra cosa que ver te prendes en lo que ya no quieres. Yo veía futbol. Me entretenía. El futbol es el deporte de las masas, pero qué importa. Todos somos masa. La materia no se destruye, sólo se transforma. O algo así dice una ley de la física. La masa no se destruye, se transforma. Se transforma en mí. En masa. La cerveza se terminó bien rápido. ¡Ah, el bendito calor! La cerveza parece agua. Baja riquísimo. Pinche cerveza. Mi rutina: busqué limones, un poco de sal, un plato. Otra cerveza. El sillón es el lugar perfecto para beberla. Me rasco los testículos. Me sudan. El bote de la cerveza está frío, bien frío.
Lo paso por mis testículos.
Frío.
            Con el bote en la mano trato de disimular los eructos. Pinche maña la mía y la de cualquier borracho. Eructar. Lo hago también en las cantinas y en los bares. A las niñas aich se les agria la cerveza. ¡Aich, ya no voy a tomarla, me dio asco!
 ¡Arrggg! Eructo.
Pinches niñas aich.
Camino por el pasillo, busco a Luisa.
            ¿Luisa, cómo llegaste a mi vida?
            Luisa, eres una casualidad.
            Luisa, ¿qué haces tendida en mi cama, sin sostén, enseñándome tus braguitas?
            Luisa voyeur.
            Luisa, no has vendido caro tu amor.
            Aventurera.
            En tu cuerpo encontré la felicidad, Luisa.
            Me prendí de tu cintura hasta que me pasaste la factura.
            Pinche felicidad.
            Luisa está recostada, me da la espalda, me enseña las nalgas. Ve con embeleso la televisión, la película. Pinche película cursi. Estoy parado, silencioso, en la puerta del cuarto. Ella no me ve. Luisa no me ve. Sus nalgas son grandes, su pantaleta pequeña. Luisa no me ve. Su espalda arqueada, escultural, perfecta. Recorro su columna vertebral hasta terminar, ineluctable, en las nalgas de Luisa.
Ella no me ve.
Retengo el eructo.
Los diálogos cursis de la película.
El ruido monótono del ventilador.
La respiración pausada, placentera, de Luisa.
No me ve.
Su pelo sujetado con una dona vieja; se hace una media cola. Su pelo rojizo, tinte abaratado, en el que tantas veces me he agarrado para asirla a mí, para hacerle el amor. Para coger. Su pelo enmarañado que cubre discretamente la nuca.
Luisa no me ve.
Sus piernas largas, delgadas. Sus piernas livianas que masajean mi espalda, que se apoyan en mis hombros. Sus piernas que han recorrido mi vida. Nuestra corta vida. Sus piernas llenas de mi saliva, babeadas.
Sus tetas.
Y otra vez sus nalgas: tibias, tersas. Se deslizan por mi ombligo hasta mi pene. Sus nalgas en mis piernas; sus nalgas en mi boca; sus nalgas en mis dedos.
Luisa no me ve.
Escurro mi mano entre mis calzoncillos. Toco mi pene, mi verga erecta. Comienzo a jugar con ella. Me masturbo despacio, lentamente. Pinches chaquetas.
La cerveza se riega en el piso.
Agitado camino a la sala. Me dejo caer en el sillón. La película cursi, el partido de futbol.
Luisa no me ve.


Fin






vgr
Tuxtla, abril de 2006.


mentas: vlatido@gmail.com 
fotografía: Juan Nahual

viernes, 21 de agosto de 2009

Veinte


Eulalio llegó por la noche a la casa. Yo apenas despertaba. Él presumía un disco que acababa de comprar. Eran los éxitos de Jaime López. Lo puso a todo volumen.

—Ya valió madres el plan que teníamos —le dije.

A pesar de ser tarde, Eulalio todavía sentía los estragos de la resaca.

—No jodas —dijo.

—Es en serio, cabrón. Me he dado cuenta de que es un sinsentido esto que queremos hacer. Tú tienes a Doris, tu mujer, te quiere. Y yo…

—A Luisa —atajó desde un sillón Eulalio.

—Tú sabes cómo llegó Luisa hasta nosotros.

—Ya deja de hacerte el mártir, el abandonado. Sé muy bien cómo llegó, pero bien que te gusta echártela cada vez que puedes. Además, no creo que sigas haciéndote tus chaquetitas de dormir. Creo que tienes razón, debemos abandonar esa idea tonta; sabes bien que nunca la íbamos a hacer, era sólo para echar desmadre, y ya ni echábamos. Así que no queda otra más que disfrutar los días que nos quedan acá.

Subió el volumen a su música.

—Disfrútalo vos. Acabo de ver a Luna. Está igual que la última vez que estuve con ella. Terminamos amándonos, prometiéndonos todo lo que un par de bobos enamorados se prometen. Ella, con la libertad de ser una mujer como las de ahora, sin compromisos ni pendejadas. Pinches viejas. Yo, con la intención de ser como dice esa pinche canción del Jaime López.

A ver a ver, de aquello hace tiempo,

estoy enamorada de él, me dijiste.

Por no dejar de hacerme el posmoderno,

te dije cómo no que más da puedes irte.

Eulalio buscó el track de esa canción y la puso a toda madre. Pinche Lalo, dije, que hijo de la chingada eres. Te acabo de decir que me rompe la madre esa canción, que acabo de ver a Luna, y vos la ponés como si nada. Ya ni la chingas.

Eulalio se carcajeó.

El pinche proyecto guarro de contratar viejas sólo para mirarles su panochita escurriéndose valió madre. En este negocio se necesitan dos cosas: una, tener una labia como campeón mundial de oratoria, junto con una verga bien grande, como la de los chistes de burro; o dos, tener un chingo de paga para restregárselas a las viejas en el culo, que sientan la vibra, el calor sucio de los billetes y el frío masoquista de las monedas para que se quiten las bragas y posen ante la cámara; claro, después, con unas cuantas chelas encima, la diversión se acrecienta hasta el orgasmo. Lo del verbo para amarrar los conectes nunca ha sido lo mío, y lo de la verga, pues, eh, sigo convencido que eso solamente pasa en el onírico y ficticio mundo de los chistes. La excepción había sido Luisa; todavía no sé con certeza qué la orilló a iniciar esta aventura, que devino cursi amor con quien se suponía la quería solamente para echarse un palito. He aprendido a querer a Luisa. Ya no la veo con esos ojos de lujuria del principio, cuando por equivocación llegó a mis brazos y entre sorbos de tequila comenzamos a coger. Seguimos cogiendo, eso sí, con fuego, como si dentro de nosotros las brasas nunca cesaran. ¿Has visto los elotes asados que venden en San Cristóbal? Sobre las brasas el elote se quema hasta que, en su punto, es desgarrado por los dientes de quien paga cinco pesos para engullirlo. Lo mismo sucede entre Luisa y yo. Basta con que juntemos nuestros cuerpos para que el calor nos sofoque y nos lleve, cual mandato, a quitarnos las ropas y a penetrarnos. Una vez se lo dije a Luisa, con estos términos, con esta metáfora, y me dijo que de poeta tenía lo de santo, es decir, ¡que poca imaginación tienes para decir cursilerías o cosas bonitas, idiota! Así llegó Luisa, buscando aventuras para encontrar el amor; así llegué yo, tratando de hacer realidad un sueño preparatoriano, de chamaquito pendejo, para encontrarla a ella en eso, que, ¡ay, que cursi…! Luna ya no asomaba; para ella la noche era lluviosa, tenebrosa, oscura. Había decidido cerrar ese capítulo y dejar que otras luces me bañaran. Después de todo, la peregrina idea voyeur había traído como resultado el destierro casi por completo de un recuerdo selenita (¡ufff!) para que como mujer encinta otro astro ejerciera su influencia. Nadie más se había presentado a nuestro llamado desgarrador y voyerista, por lo que ese cuentecito de la agencia de modelos, mejor dígase edecanes, mejor damas de compañía, olía a naftalina, a viejo. No teníamos razón para seguir con eso entre manos, además, el pinche frío de San Cristóbal y sus múltiples esnobistas rastasjipiesdarkiesmetaleros e intelectualesdemierda me tienen hasta la madre. Así que, en una de esas les dije a Eulalio y Luisa, me regreso por cigarros a Hong Kong: ¡ahí te dejo con el piso limpio, con la cama hecha y ese tu jarrón, que aburrida vida me voy a Hong Kong! (Bendito Jaime López; gracias por presentármelo, Eulalio). En un par de días estábamos de regreso en Tuxtla, otra vez todos juntos. Eulalio y Doris después de todo seguían siendo la pareja perfecta, el uno para el otro. Doris con sus jaladas ambientalistas, sus ONG y esas otras cosas de ciudadanos comprometidos, apasionados, amantes del argüende; y Eulalio, en casa con su biblioteca y sus novelas, con nuevos descubrimientos como un tal Claudio Magris del que, se ufanaba, solamente él y algún despistado incógnito conocía en estas latitudes. Eso de la fotografiada y filmada estaba quedando en el recuerdo de su mente cochambrosa, pues por alguna razón extraña ahora sí estaba decidido a buscar una chamba, quizá como maestro de literatura en la universidad (más carne para mirar; teenagers, pensé cuando me lo dijo) o tal vez en la burocracia cultural, como empleado o jefe, si es que alguien se descuida, en esas instituciones de gobierno cuya función principal es promover y difundir la cultura. (Hijosdesuputamadre, así es la mierda burocracia.)


mentas: vlatido@gmail.com

Fotografía: Juan Nahual

jueves, 13 de agosto de 2009

Diecinueve



Al mediodía, con un dolor de cabeza que laceraba hasta la más brava de mis neuronas, salí a comprar alguna bebida rehidratante. La noche de ayer, como era de suponerse, se convirtió en un bacanal más. Caminé por las calles tristes, frías, de la ciudad. Desayuné tamales en el mercado. De nuevo caminé hacia Santo Domingo. Todo igual.

Qué cabrona la vida. Solamente he pensado en montar ese sueño guajiro, eso de andar espiando viejas. Nada tengo, nada soy. Luisa ya me había hecho ver lo vacío que estoy, aunque había habido entre nosotros, por paradójico que parezca, una suerte de puente después de las irrisorias sospechas de Doris.

Pensaba en esos dislates mientras caminaba, con gatorade, sobre las aceras de Santo Domingo, entre tanta historia, entre gente que busca una manera de ganarse la vida, muy a su modo.

Alcancé a ver las curvas de una mujer que cruzaba la calle.

(Iba a decir que cambió mi rostro, pero no entiendo exactamente cómo es cuando un rostro cambia. A mí me han dicho muchas veces que mi rostro cambia con facilidad, que si me sonrojo, que si me encabrono, que si me asusto, que si estoy pálido, que qué chingados tengo. No entiendo. La vez pasada andaba en el cine con Luisa, muy acaramelados, queriéndonos comer. Enfrente me topé con una vieja amiga, bien sabrosa; la saludé como si nada. Después Luisa me dijo que me había cambiado el rostro. Ai sí que me sacó de onda porque no sentí ninguna sensación especial al ver a mi amiga, por eso digo que no entiendo exactamente eso de las expresiones faciales).

La seguí con la mirada lentamente, no puedo decir que extraviada, la vi llegar a uno de los puestos, con un jipi. La besó en la boca. Se sentaron. Ella sacó de entre su bolsa un par de sándwiches y refrescos. Comieron. Parecían felices. Vi su rostro.

Sí, era ella, Luna.

Estuvieron juntos por espacio de 20 minutos. Yo sólo acertaba a ver de lejos, escondido entre la multitud.

Se despidió con un beso cariñoso y volvió a atravesar la calle. No quise seguirla.

Atónito.

Caminé hacia el puesto aquel para encontrarme con el argentino que me había vendido el disco de Garigoles. Tenía, en el piso, sobre una manta, otras baratijas. Me acerqué con la supuesta intención de comprar algo. Pregunté el precio de unos aretes adornados con plumas. Escuché su voz, su acento argentino, extranjero.

—20 pesos.

En la ciudad esquivé charcos. Comencé a patear una piedra. Me senté. Sudaba. Entré a un café con el pretexto de ver una exposición de las bellezas naturales de Chiapas. Pinches promocionales turísticos. Chiapas es el paraíso. Pura madre. Pinches promocionales. Pinche turismo. Nadie quiere saber que en el paraíso también se sufre. Ni vengan a visitar los riítos, las cascaditas, las ruinitas porque les voy a aventar mi corazón lleno de mierda. Correré a los restaurantes para vomitar, sacar las tripas. Tendré que abrir las alcantarillas para sacar la inmundicia, regarla por la calle junto a un chorro de mi semen.

Me dirigí hacia un bote de basura. Estaba casi vacío. La gente tira sus desperdicios en la calle. La ciudad es el recipiente. Pinche gente. Pero no quiero tirar su nombre en la ciudad. Si lo hago me la encontraré otra vez. Pinche ciudad. No. Pronuncio: Luna. Eructo. Luna, me cansé de esperarte por las noches para ver tu ombligo. Luna, ya no quiero sentir tu olor a tabaco impregnado en tus manos, en tus ropas. Ni ver tus dientes amarillos. Luna, ya no quiero escuchar tus poemas ni a tus pinches cantantes. Luna, pinche Luna. No quiero tomar café en tu casa, frente a la televisión, viendo películas. Luna, quiero que los satélites desaparezcan, que haya una hecatombe para que acabe con todo, contigo, con la Tierra. Luna, no me enseñes tus braguitas en el sillón. No te metas el dedo en la vagina, no me llames con el dedo. ¡Luna!

Eructé en el basurero. Eructo tu nombre Luna. Arrrggg. La boca del recipiente es estrecha, hago un esfuerzo por ensancharla, abrirla como lo hacía con tus piernas. Quiero meter la cabeza y gritar, hasta allá adentro, tu nombre. Pinche Luna. Yo no quiero recordar los buenos momentos. No mames, pinche Luna, esas son cursilerías. Quiero hacerme daño, quiero matarte en este basurero. Con la cabeza dentro vuelvo a eructar. Adentro todo se remueve, hay un olor agrio. Pinche Luna. Vomito. Es saliva aceda. Pinche gastritis. Vomito tu nombre, Luna. Lo vomito en el basurero.

mentas: vlatido@gmail.com


Dieciocho

A Doris le dolían las coyunturas por el frío. Las mañanas coletas calan hasta los pinches huesos. No sé por qué a la gente le gusta venir tanto a pasar los fines de semana acá. A Doris, aunque le encanta el extraño glamour de la ciudad, la chinga el frío. En eso andaba, quejándose, después de la borrachera, cuando tocaron a la puerta. Era uno de sus dichosos amigos ecologistas, quien también tiritaba de frío. Traía noticias. En Tuxtla las cosas regresaban a un cauce más o menos normal. La policía ya no los estaba buscando, les había perdonado todos los desmadres esos medios subversivos. Pero, lo malo para ellos, era que el proyecto de El Zapotal iba para delante.

—No hay de otra —dijo Doris— los compromisos que compra el gobierno no los puede desairar.

—Lo más cabrón es que no van a tirar árboles —dijo Santiago, el amigo ecologista.

—Propiedad privada, deforestada y los riquillos llenándose los bolsillos de paga.

Doris no pudo más que lanzar una sonrisa de resignación.

Esa misma noche decidió regresar a Tuxtla.

Eulalio quiso quedarse unos días más. No quería regresar todavía porque se la estaba pasando leve. Doris, sabiendo que no tenía más nada que hacer ahí, no quiso respingar. Dejó que Eulalio se quedara conmigo y Luisa.

Al siguiente día, tempranito, Doris se regresó. Nosotros habíamos conseguido otra botella.

Por la tarde, mientras ya empezábamos a ver la playa cerca de nosotros (el sol del tequila nos emborrachaba cual cursi y simplona metáfora), Doris se comunicó por teléfono.

Eulalio contestó. Trató de hacer plática unos cuantos segundos. Qué cómo estás, cómo van las cosas por allá, etcétera, etcétera, etcétera. Colgó e hizo ronda al lado nuestro. Luisa reía a carcajadas por un par de chistes medio mamones que le había contado. Y me sabía más. ¿Se los cuento, Eulalio? Le preguntaba sólo porque sabía que le cagaba oírlos. Eulalio no respondió.

Silencio.

Luisa estalló en risa.

—Sí, que me los cuente, anda dile que me los cuente —le dijo a Eulalio.

Éste quiso poner buena cara. Se rascó detrás de la cabeza e hizo un gesto de esos como cuando alguien quiere decir que no está de acuerdo, o mejor dicho, que le vale lo que está pasando.

—No sé —dijo—, si estás dispuesta a escuchar pendejadas, allá tú.

—Ándale, Gil, cuéntalos.

—El siguiente chiste lo aprendí en la prepa. Pongan atención.

Eulalio lo sabía de memoria; fingió poner atención.

—Hace ya varios años, cuando inauguraron Chedraui, una señora vino de Coita para comprar su despensa. Llegó bien tempranito a Tuxtla, como a las siete de la mañana, pero el supermercado todavía estaba cerrado. La señora no quiso esperar a que abrieran la tienda y decidió irse al mercado. Allí compró pollo, leche, huevo, cilantro y todo lo de la despensa. Al mediodía, con la morraleta llena, buscó regresar a Coita, pero no sabía dónde pasaban los camiones. Estaba en el centro. Así que caminó otra vez a la parada de Chedraui. El sol estaba fortísimo, no dejaba ver bien. Pudo distinguir que a lo lejos se acercaba un camión. Le hizo la parada. La señora le preguntó al cobrador:

“—¿A dónde va el camión?

“—A Berriozábal.

“—¡Entonces suben, suben!” —gritó afligida la señora y se subió al camión.

Comencé a carcajearme. Luisa pedía una explicación con la mirada. Eulalio hizo un gesto de fastidio.

—Se sube en un camión a Berriozábal y va a Coita, ¿me entienden?

Luisa comenzó a reírse de mis chistes tan estúpidos. No he sabido si se ríen de la estupidez de esas historias o de mi manera tan pendeja de reírme. Luisa pidió que contara otro chiste.

—Estaba un carpintero clavando un librero, en eso se le acaban los clavos y le pide uno a su chalán. Para qué, pregunta el chalán. Pues para seguir clavando, contesta el carpintero.

Luisa seguía cagándose de risa, pero Eulalio no lo hacía. Luisa lo observó y le preguntó qué le pasaba. Nada, dijo Eulalio. Ya, dinos que pasó con Doris. Eulalio comenzó a contarnos que en Tuxtla no había marcha atrás al proyecto de El Zapotal. Las máquinas y las serradoras ya habían comenzado a trabajar. Había ahora pocos árboles y muchos terrenos planos. Ahí comenzarían a construir planchas de cementos donde se edificarían, después, fastuosas construcciones, salas de espera con televisión satelital, albercas y jacuzzis, cabañas y bares. Atrás, hasta el fondo, con los pocos árboles que dejaron, se haría una tirolesa y se impulsaría el turismo de aventura. A los alrededores los cientos de colonos solamente se quedarían mirando la falsa belleza en lo que se convertirá lo que siempre ha sido suyo, pero no lo respetan. El grupo ecologista, y Doris misma, estaban resignados ante lo que miraban sus ojos. Nada podían hacer. Les habían advertido que cualquier asomo de manifestación o de inconformidad sería repelido con dureza. Los compromisos con la iniciativa privada, había dicho Doris, a la larga convendría a todos.

Luisa y yo coincidimos que lo de El Zapotal era algo serio que afectaría una de las zonas más importantes de Tuxtla, porque era el pulmón de la ciudad. Los calores que se habían dejado sentir eran consecuencia de la creciente deforestación, y que talar los árboles de El Zapotal incrementaría la temperatura. Aunque, con ironía, no dejamos de observar que eso favorecería a la industria cervecera e incrementaría el número de borrachos. Sonrisas.

Pero eso no era lo que más preocupaba a Eulalio. Doris le había dicho que tenía sospechas de que Luisa y él andaban, que eso, es obvio, la entristecía mucho y que no se valía que traicionara a uno de sus mejores amigos, o sea yo.

Los dos, Luisa y yo, nos volteamos a ver sorprendidos; reímos a carcajadas. Esa era una puntada. ¿Cómo podía Doris pensar que Luisa y Eulalio se traían algo entre manos? Dice Doris, contó Eulalio, que los había visto platicando con cierta proximidad en una de las juergas que acostumbrábamos ponernos. Eso le dio muy mala espina. ¿Qué tal besa Eulalio? Le pregunté a Luisa. Ya, no se burlen, replicó Eulalio todo acongojado. Además, Doris cree que la veo con lascivia, como si me la quisiera coger. Y que también eso la llevó a tomar la decisión de regresarse a Tuxtla, para que nosotros arreglemos nuestras cosas. Pues ya está todo arreglado, mañana te vas a Tuxtla y se acabó, le dije. No, dijo Eulalio, me voy a quedar otros días más.


mentas: vlatido@gmail.com