jueves, 14 de mayo de 2009

Ocho



Almas muertas de Gógol es la  novela que terminó de leer Eulalio. Al concluirla, al menos la última parte del texto porque el escritor ruso no alcanzó a escribir el final, según dice Eulalio, encendió la televisión y se puso a ver los resúmenes de los partidos de futbol. Lo espiaba desde la calle. No cambió el canal, le entretenía la información deportiva, en la que encontraba cierto gusto masoquista. Doris había salido a comprar la comida al supermercado. Esperaba impaciente a que regresara del súper. Toqué el timbre. Dejó que sonara tres veces. Le molestaba salir y encontrarse a algún vendedor ofreciendo artículos para cocina o radios con forma de botellas de coca cola: si me da tres taparroscas, más 50 pesos, le obsequiamos este pequeño radio que puede llevar en la bolsa del pantalón o de la camisa, anímese, escuche los partidos o las últimas noticias. Después del cuarto toque prolongado se levantó encorajinado a abrir la puerta.

            —Hey, soy yo —le dije— ¿andas en el baño o qué? —pregunté sudando por el intenso calor que se sentía en la ciudad.

            —No, pensé que era un vendedor. Estaba dispuesto a partirle la cara o de plano a comprarle cualquier chuchería con tal de que dejara en paz al pobre timbre, uno de estos días lo van a quemar.

            —¿Y si hubiera sido Doris?

            —Ella siempre carga su llave. Pásale, te estás asando afuera.     

            Entré directamente al refrigerador. Necesitaba beber algo, lo que fuera, para calmar la sed. Solamente había una botella de agua. La destapé sin pedirla. Bebí como un pollo a medio desierto, rumbo al sueño americano. Eulalio llenó una jarra de agua y la metió al refrigerador. Eso saciaría nuestra sed, o al menos la mantendría entretenida, mientras llegaba Doris con las bellitas y las chuletas que le había encargado Eulalio. En el horno de la estufa habían, guardados, chicharrones tarascos, de esos que venden en bolsitas de un cuarto. Busqué una salsa y la vertí sobre los chicharrones puestos en un plato. Los puse en la mesa de la sala y le cambié al televisor.

            —Ya no veas tanto futbol, te va a hacer daño —le dije y puse el canal de videos Mtv. Pasaban un video de Lacrimosa. Era raro verlos en televisión, sobre todo porque Mtv es un escaparate para los músicos y las bandas gringos. Los alemanes tenían pocas oportunidades de ser difundidos en los medios de comunicación norteamericanos. Eulalio no tuvo más remedio que dejarse caer en el sillón. Miraba con curiosidad el video. No había escuchado Lacrimosa, a pesar de tener una colección de discos exóticos que ni él mismo entendía.

            —Toma, es nuestra primera palomita —le di la tarjeta de presentación de Luisa. Le expliqué que era la recepcionista del Cuarto Poder, una de esas chicas que llegan a estudiar literatura pensando que la van a armar como poetisas, pero se encuentran con un ambiente turbio, enlodado de marihuana y alcohol. No les queda más que buscar un trabajo extra. Acaban de edecanes—. Le dije que marcara a tu número telefónico, al celular. Te vas a llevar bien con ella.

            —Ajá.

            —En serio, cuánto va a que en un tris habla. Y si no, le escribes un correo electrónico para explicarle cómo está el asunto.

            —¿Y cómo está el asunto?

            —Mmm…

            —Ya ves, ni tú sabes bien qué vamos a hacer. Es más, no creo que alguien se anime así porque sí.

            —A Luisa le dije que estamos haciendo un catálogo de modelos para vendérselos a… varios empresarios que necesitan promocionar sus productos, incluyendo a la televisión. Ya sé: les decimos que necesitamos tomar las fotos en San Cristóbal porque allá tenemos nuestro estudio. Nos vamos para allá, sólo que necesitamos un departamento. ¿Conoces a alguien?

            —No.

            —No importa. Lo resolvemos después. El chiste es que estando allá fingimos que somos buenos fotógrafos. Te llevas la cámara fotográfica y de video. Damos un paseo por la ciudad, las llevamos a conocer a Marcos y después les tomamos las fotos. Les invitamos un tequilita, para el frío, y nos divertimos un rato. Con el equipo de edición digital haces un video con el logotipo de nuestra empresa, imprimimos fotos, se las enseñamos y listo.

            —¿Quién es ese Marcos?

—¡No mames!

—¿Cómo les piensas pagar?

            —Les decimos que es por comisión, que nos la vamos a jugar juntos. Si pega nos rayamos, si no, insistiremos.

            —Si yo fuera vieja no le entro.

            —Es que serías bien modosita. Pero si te ofrezco la colección completa de Cortázar te pondrías en cuatro con sólo tronar los dedos.

            —¡Ja! Por la memoria de Cortázar, blasfemo.

            Doris abrió la puerta repentinamente. Traía un par de bolsas en cada mano. Eulalio corrió a ayudarla. Lo dicho: no deja de ser mandilón. Llevó las bolsas a la cocina y comenzó a desempacar. Sacó sus chuletas. Doris las había comprado con renuencia, no concebía que se engordaran con esmero a los pobres cochinitos y comerlos, después, en una mesa de familia de clase media. Ella, fiel a su obsesión ecologista, ni siquiera las pellizcaba. Pero sí le encantaba la cerveza. Compró cuatro six de bellas. Eulalio los colocó en el refrigerador. El timbre del celular se escuchó a lo lejos, ahogado entre la ropa apiñada en la cama de uno de los cuartos. Eulalio quiso dejar de acomodar la despensa. Me ofrecí para contestar. Busqué el teléfono entre pantaletas, trusas y toallas higiénicas. Era Luisa. Cuando la reconocí, traté de fingir la voz.

            —Hola, quiero hablar con Lalo, por el anuncio que puso su amigo en el periódico.

            —¿Qué anuncio, perdón? —dije con voz fingida, tratando de aparentar desconocimiento.

            —¿Me comunica con Lalo? —insistió.

            —¡Lalooooo! —grité tapando la bocina del teléfono —te habla una señorita para contratar tus servicios; es para una boda, creo. Apúrate porque dice que es urgente.

            Cuando Eulalio llegó al cuarto le dije en voz baja de lo que se trataba. No qué no, misógino, ahí está la palomita buscando su nido. Ándale, susurré. Tomó el teléfono y le comenzaron a sudar las manos. Se puso nervioso. Doris se asomó al cuarto y Eulalio le dio la espalda. Le hizo la seña de que se callara, que se fuera. Doris comprendió que se trataba de un negocio importante. Tenía que amarrarlo. Hablaba quedo para escapar al oído censor de su mujer.

            —Quisiera hablar contigo personalmente. Mis oficinas están entre la quinta norte y primera oriente, en Terán. Te espero a las seis de la tarde, mañana.

Colgó.

—Le diste la dirección de mi casa —le dije.

            —Ni modos que le dijera que hiciera una cita con Doris.

            Todavía nervioso aventó el teléfono a la cama. Siguió acomodando las cosas en la cocina. Me volví sentar en el sillón y esperé a que las cervezas se enfriaran.

 

 

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ilustración: Juan Nahual