sábado, 23 de mayo de 2009

Nueve



 

Tema: Re: Ese tu apodo

 

Luna, gracias por lo del apodo, sé que te gusta más el otro, pero ese no es problema, tú puedes decirme así, no te preocupes. Qué te parece si nos vemos el próximo domingo. Tengo algunas cosas que hacer. Le voy a ayudar a Eulalio con una grabación el sábado. Entre semana ya sabes que no puedo. ¿Te parece a las siete? También trataré de hablarte para que no digas que nunca lo hago.

 

Gilberto

 

P.D. Todo está lleno de existencia.

 

 

 

A las seis de la tarde Luisa estaba tocando el timbre de mi casa. Eulalio no había llegado. Esperé. Luisa volvió a tocar, se veía, a través de la ventana, impaciente. Agarré el teléfono y marqué al celular de Eulalio. Apagado. Pero dónde estará, sabe que tiene una cita con esta chava. Me asomé otra vez a la ventana y la vi bien. Llevaba puesto un pantalón negro, a la cadera, tallado elegantemente a sus piernas; una blusa blanca escotada (qué bien está) y unos lentes oscuros que, con el cabello recogido, la hacían ver como una madona. ¿Y ahora? Voy a marcar otra vez, si de plano no me contesta la voy a atender. La voz de hace un instante, platina, dijo lo mismo. Luisa miraba, nerviosa, alrededor de la casa. Detuvo a un platanero que pasaba por la calle. Se entretuvo comiendo el plátano, cubierto de crema. Pinche platanero freudiano. Luisa regresó a tocar el timbre, decidida. Abrí la puerta.

            —¡Hola! —dijo entre sorprendida y contenta, sonriendo.

            —Pásale, a qué hora llegaste.

            —Tiene como 15 minutos, pensé que no había nadie.

—Perdón, no escuché. Estaba adentro, esperando a Eulalio. Dijo que vendría temprano.

—Eso espero, me citó a las seis.

            —¿Qué tomas?

            Le serví un tequila y le ofrecí un cigarro. Se sentó a esperar a Eulalio. Se quitó las gafas y pude observar sus ojos profundamente negros, como los gatos de mal agüero. La noche comenzaba a caer y Eulalio no llegaba. Pregunté si ya le había explicado las condiciones del trabajo. Dijo que no. Le comenté lo mismo que le había dicho a Eulalio.

            —Así que es por comisión —castañeteó los dientes e hizo una mueca de desapruebo—. La verdad no creo que esto funcione —continuó—, es arriesgado. ¿Qué clase de equipo tienen?

            —Es una cámara digital de buena resolución. Por eso no te preocupes, las imágenes las vamos a trabajar directamente nosotros, nadie más las va a ver. También usamos una cámara de video digital y un equipo computarizado de edición. Vamos a hacer videos promocionales, grabaremos las sesiones fotográficas.

            —¿Quién es el fotógrafo?

            —Yo.

            —¿Y el camarógrafo?

            —Yo.

            —¿Qué hace tu amigo?

            —Administra el negocio.

            Hice una pausa para servirle otro tequila. También me serví uno. Se recostó en el sillón. Me senté cerca de sus pies. Vi su cuerpo exuberante, con esas glándulas mamarias que rompían con la parquedad de la superficie. Pregunté si ya había hecho este tipo de trabajo, o algo similar.

            —No, quiero vivir una experiencia de esta naturaleza.

            Y agregó:

            —Hace tiempo que quiero ver retratado mi cuerpo desnudo. Porque me vas a hacer fotos desnuda, ¿verdad?

            Sus ojos refulgentes me vieron detenidamente. Supuse que me había ruborizado porque sentí una sensación emocionante en el estómago que me provocó un leve cosquilleo. Me rasqué una oreja y después mordí mis uñas.

            —Claro —dije.

            Lanzó un suspiro e inmediatamente bebió de un sorbo el tequila. Pidió más. Traje la botella a la sala. Me apresuré a terminar mi caballito. Se levantó a la cocina y regresó con limones y sal. Qué descortesía de mi parte. Se volvió a recostar. Se veía cansada. Con varios caballitos agarró confianza. Me pidió que le quitara los zapatos. Respiré profundo. Después de media hora se había terminado el pomo de tequila. Luisa se levantó del sillón y puso música. Escogió un disco de Jorge Reyes. Se plantó frente a mí. Al compás de los instrumentos prehispánicos comenzó a contonearse. Sobre su pie descalzo intentó hacer un cuatro. Lo sostuvo por un momento. Volvió a apoyarse con las dos piernas y se soltó el pelo. Como una bailarina azteca (¿existieron las bailarinas aztecas?), como una danzante de rituales prehispánicos comenzó a mover la cabeza, a sacudir el letargo ancestral, atávico, del sacrificio humano… estaba a punto de inmolarse ante el dios mortal. Lentamente, cachonda, se desabrochó, uno a uno, los botones de la blusa. Su piel, cubierta por una diáfana capa de vellos, como fruta, quedó al desnudo, anda, deja que te desabroche un botón que se come con piel la manzana prohibida (mi déficit de atención me llevaba a tararear a Sabina), gemía armónicamente; sus sensuales sonidos se confundían con la música instrumental, casi perfomancera, de Reyes. Extendió los brazos como si fuera un ángel, me he caído del cielo para esta noche estar contigo, he atravesado el umbral del tiempo para amarte, para poseerte, para transformarte, ¡oooooohhhhhh! (más atención dispersa). Sacó el tórax y echó el cuerpo hacia atrás, cerró los ojos: sus senos, cubiertos por el encaje negro del sostén, invitaban a la reflexión erótica, al éxtasis existencial. Con un movimiento rápido, como serpiente, se quitó el pantalón. Quedó en ropa interior.

            —¿Así me quieres para la foto?

            Empezó a caminar hacia atrás, arrastrando los pies, y con lentitud dejó caer al piso la pantaleta. Su vello vaginal floreció primaveralmente. Con la misma lentitud avanzó hacia mí. Su boca bajó el cierre de mi pantalón; dejó al descubierto mi pene erguido.

Lo tomó entre sus labios, le habló con una lengua tibia, cálida, que lo recorría todo.

Subió por mi estómago hasta quedar frente a mi rostro. Sonrió.

            —Estoy preparada —estiró la mano hacia su bolsa, que estaba sobre el sillón. Sacó un condón.

            Sentí el peso exacto de su cuerpo. (¿Lo he leído en algún lado?)

            Más tarde Luisa estaba acostada en mi cama, durmiendo. El cuarto se iluminaba por la Luna, cuya claridad penetraba furtivamente por las persianas. La luz tenue alcanzaba a tocar libidinosamente sus nalgas: redondas, grandes, armónicas, excitantes. Estaba volteada hacia la pared, descansaba placenteramente, satisfecha.

Sonó el teléfono.

            —Hey, Gilberto, ¿llegó Luisa? —preguntó Eulalio.

            —¡Je, je, je! —risa burlona— está acostada en mi cama.

            —¿Qué?

            —Lo que oíste. Te estábamos esperando pero no nos resistimos. Somos como animales escapados del arca de Noé.

            —¡Puta...! Doris se fue a Cerro Hueco porque iban a ver lo de sus compañeros ecologistas. Me dormí como a las tres de la tarde, después de la comida. Cuando desperté ya no estaba. Dejó la casa cerrada con llave. No pude salir. No encontré mis llaves, me quedé encerrado. El teléfono también se lo llevó.

            —¡Je, je, je!

            —¿Cómo te atreviste?

            —¡Ay, qué rico coge!

            —¡Desgraciado!

            —¿Cómo que te quedaste encerrado?

            —Es una estupidez, pero es verdad.

            —Pues te perdiste a la primera palomita. Cayó redonda.

            Luisa abrió repentinamente los ojos. Volteó hacia mí. La claridad de la luna bañó irresistiblemente su rostro. Su belleza me hizo lanzar una risa placentera.

Me despedí de Eulalio.

 Sus manos trémulas buscaron la totalidad de la sábana. Se acomodó en la cama boca arriba. Cerró los ojos y sonrió boyante.


mentas: vlatido@gmail.com

ilustración: Juan Nahual