viernes, 24 de abril de 2009

Seis


Por la mañana decidí ir a la casa de Eulalio. Anoche quise hablarle por teléfono pero resolví que lo más conveniente era visitarlo. Llegué a su casa como a las diez de la mañana. (Pinche tráfico, los colectivos parecen tortugas; inusualmente había mucha gente esperándolos; hice una cola enorme). Toqué el timbre. Nadie abrió la puerta. Insistí. Llegué a creer que Eulalio no estaba. Supuse que había ido a desayunar a casa de los papás de Doris. Eulalio es bien mandilón. Esperé. Prendí un camel. Me senté en la banqueta hasta que el cigarrillo se consumió. Toqué otra vez el timbre, con más ahínco. Dejé el dedo prendido casi un minuto, tomé el tiempo con mi reloj casio, de cincuenta pesos. Eulalio salió bien encabronado.

                —No mames, pinche Gilberto, pareces judicial cuando tocas el timbre. Pásale.               Entré en la casa. Había un tiradero.

                —¿Y Doris? —pregunté.

                —Todavía está jeteando.

                Una vez que crucé la puerta me arrellané en el sillón, frente al televisor. Eulalio tenía, en la mesa de centro, unos libros que había comenzado a leer. Los hojeé. Eulalio recorrió las persianas de la ventana. El sol entró, se sintió un hedor. La luz iluminó la escena: varios botes de cerveza regados por la sala; colillas de cigarro en los sillones agujerados; cajas de discos vacías, casetes esparcidos debajo de la mesa, platos rotos. Todo un desmadre.

                —Idiay, pasó un vendaval por tu casa.

                —Anoche llegaron unos cuates de Doris.

                —Los dichosos ecologistas.

                —Sí, ésos.

                —Puras boberías.

                —Pinches ecologistas, chupan como desahuciados y cuando están bien bolencos les valen madres los arbolitos, las plantitas y los animalitos.

                —Los hubieras apantallado con ese par de escritores que estás leyendo.

                Eulalio recogió los libros que estaban en la mesita. Los colocó en el librero que tiene en la sala. Ahí están los que ha leído recientemente. Adentro, en uno de los cuartos, tiene una bodega de libros de distintas bibliotecas públicas de Tuxtla, San Cristóbal, Comitán, Tapachula y de cualquier lugar en el que ha estado. Me ofreció un trago, le pedí una cerveza. Fue al refrigerador y sacó unos botes de Modelo. Destapé uno, recogí la mitad de un limón que vi tirada junto a la pata de la mesa. Exprimí el jugo. Eulalio se sirvió una copa de tequila. Prendió un cigarrillo.

                —Qué te trae por acá, Gilberto —preguntó.

                —Nada, sólo tenía ganas de estar con los cuates.

                —Salud, pues.

                Vestida con un bata cursi, estampada con mariposas amarillas, muy al estilo de Macondo, según ella, Doris salió del cuarto con los ojos lagañosos. Saludó con una sonrisa apendejada. Lo primero que hizo fue prender el televisor. Al sentarse en el sillón destapó una Modelo. Puso el canal Animal Planet, donde pasaban las aventuras de un cazador de serpientes.

                —Estoy hasta la madre de cruda —dijo tallándose los ojos, como para desperezarse. A pesar de estar todavía con altos niveles etílicos, los animalitos y las plantitas seguían rondando su cabeza. Subió el volumen del televisor y corrió al baño, a guacarear. Al salir, con un semblante de muerta, pálida como albina, fría, trémula, ojerosa, pidió un cigarro. Fumó con deleite masoquista, aspirando hasta que sus pulmones henchidos expulsaron el humo, con olor a mierda. Preguntó la hora. Son casi las once, le dije.

                —En la madre, al mediodía tengo que estar en el parque para la manifestación. Puta suerte, ojalá que aquellos cabrones estén bien, con que lleguen me conformo.

Corrió al cuarto, en unos cuantos minutos salió vestida con ropa sport, light, llevaba una mochila al hombro, en la que cargaba la propaganda pro ecologista.

 —Nos vemos al rato, mi amor —dijo antes de dar un portazo.

                —Pinche Doris, está reloca —le dije a Eulalio—. ¿Tienes por ahí un disquito de Real de Catorce pa’ acompañar estas chelas?

                Eulalio puso Cicatrices, el disco más chingón de los Reales. ¿No tienes decencia? Me dejaste entrar en tu vida, soy un perro de traspatio. Mira bien, guau, sólo sé ladrar. Destapé otro bote. Eulalio decidió dejar el tequila y comenzó a beber cerveza.

                —Oye, Eulalio, no se te antojan unas nenas acá, sentaditas en tus piernas, acariciándole todo, todito. Bueno, al menos tú tienes a Doris, pero supongo que algunas veces se te han de antojar esas modelitos que salen en la televisión, o que anuncian, pomposamente, en las páginas de los periódicos.

                Eulalio me quedó viendo con una cara de pendejo. Ya quítala, le dije. Lo único que hizo fue esbozar una sonrisa socarrona y dio un sorbo a su tequila, chupó un limón que también había recogido del suelo, me vio y dijo me cae que no se te va a quitar lo pendejo.

                —Me cae que no, ja, ja, ja. Pero ya, en serio, qué dieras por tener de dónde escoger, ¿no? Se me ocurre que hasta puede ser negocio. Qué tal una agencia de modelos, ¿eh? Hay que hacer paga.

                La música se terminó y repetí el disco. Caminé hacia el modular, algo viejo, para volver a poner play. Caminé con cuidado, no vaya a ser que una guácara se atraviese, me tome por el tobillo y me aviente debajo de cualquiera de los sillones, me aprisione y no me deje salir hasta noche, curándome el espanto con alcohol.

                —Mira —le dije—, tengo una idea. Ponemos un anuncio en el Cuarto Poder solicitando chicas de amplio criterio, con ganas de trabajar. Me cae que van a caer unos cueros. Una vez que lleguen les explicamos el desmadre: no las vamos a padrotear, sólo queremos hacer fotos artísticas, convertirlas en modelos.

                Puso su mano en mi frente; sus ojos rojos, de crudo, quedaron viéndome, después se perdieron con un esfuerzo intenso para volver en sí, para olvidar los estragos de la noche.

                —¿Te sientes bien o qué pedos? —dijo.

                —Con tu cámara digital la podemos hacer.

                Pensó. Al cabo de unos cuantos segundos levantó, con dificultad, el rostro.

                —No sé, qué va a decir Doris.                  

                —Mira, es sólo por diversión. Imagínate que se aparezca una vieja bien sabrosa, te la ligas y acabas cogiendo con ella.

                —No sé, pobre Doris, no se merece que le haga esto. Te puedo echar la mano, pero a la hora de la acción, pos como que no.

                —No tienes nada qué pensar. Cuando las tengas enfrente, mostrándote sus carnes, te va a salir lo canino.

                Entrando la tarde ya habíamos bebido lo suficiente como para sentirnos bolos. La casa de Eulalio se había convertido en una cantina: olía a orines, guácaras, cigarro y cerveza. No había nada en el refrigerador, así que mandamos a pedir un pollo asado para botanear. Conseguimos limones con los vecinos y cacahuates que habían quedado de la peda de ayer.

                —Hoy desperté pensando en Luna. La necesito. Me porté como un desgraciado con ella. Cogimos un chingo de veces y no se me ocurrió darle un detallito, una rosa, invitarla a cenar, ir a bailar o al cine. Sólo nos veíamos para entregarnos a las artes amatorias. Rara vez marqué su número telefónico, al contrario, ella me hablaba. Preferíamos escribirnos por correo electrónico. Quedábamos de vernos en su casa, por lo regular después de las siete de la noche. Luna prefería la oscuridad. Antes de llegar a su casa fumábamos, cada uno por su cuenta, un par de cigarrillos. Nos fascinaba el olor a tabaco. Lo primero que hacía era poner un disco de Sabina. Se emocionaba tratando de interpretar sus letras. Quería que a mí me gustara como a ella. Pero no es mi gurú. (Chamaquito luzbélico, soy un pinche loco). Después prendía la televisión y como no encontrábamos un programa que nos satisficiera íbamos al videoclub de la esquina a rentar alguna película. Muchas de ellas mexicanas. Una vez que la ponía, se levantaba a la cocina a preparar café. Sabes que no me gusta, le decía. Se amachaba y lo servía. No me quedaba otra más que beberlo lentamente. En la mesa de centro, junto a la taza de café, ponía un cenicero. Sacaba una cajetilla de Camel y fumábamos como chacuacos. Acostados en el sillón, viendo la tele, nos apapachábamos. Así comenzaba el cachondeo. Del sillón brincábamos a su cuarto, con las ropas resbalando por nuestros cuerpos. Le gustaba ir a su habitación y dejar entrecerrada la puerta. No quería que la viera desnuda. Decía que era más romántico. Algunas veces la saqué a la sala con las luces encendidas para verla. Tenía un cuerpo exuberante. Delgada, nalgas sobresalientes y tetas pequeñas pero sabrosas. Desnuda parecía una diosa pecadora. No dejó que la penetrara con la luz encendida. Eso se convirtió en una obsesión para mí, casi una fantasía. Ver su vulva desgarrada por mi pene, abriéndose a cada embestida. Extraño esas noches. Nada sé de ella.

                Eulalio cabeceó por momentos.

                Ya despiértate, cabrón, terminé con el rollo, le grité. Tomé uno de sus libros y se lo aventé. Se paró echando pestes. Vio el libro: Ulises de James Joyce. Lo recogió y lo puso en el librero. ¿Entonces qué —dije— nos aventamos el cuento de la agencia? Asintió con la cabeza. Su descrude se había convertido en una segunda peda. Se recostó en el sillón y durmió.

                Doris no había regresado de la manifestación ecologista.

                Prendí el televisor y esperé.

 

 

mentas: vlatido@gmail.com

ilustración: Juan Nanual