viernes, 3 de abril de 2009

Cuatro

Luna y yo vimos, desde una de las ventanas del cuarto de hotel, hasta la última gota de lluvia que cayó después de las elecciones. Platicamos de la mierda de gobernadores que nos han tocado, de los diputadillos lameculos; de los gobiernos rendidos ante las transnacionales, arrastrándose como insectos en las traicioneras mieles del neoliberalismo; de la expansión mundial del mercado y del fin de la historia, como dicen los esbirros neoliberales; de los indios y de Marcos: de la embriaguez del pasamontañas, la esperanza de los globalizados ante los globalizadores; de la reivindicación de las culturas autóctonas en la aldea global: casi casi compusimos el mundo en unos cuarenta y cinco minutos.
Yo entendía poco, pero a Luna le encantaba hablar de política y esas cosas medias aburridas. Me acordaba un poco de lo que algunas veces les había escuchado a Eulalio y a Doris. Sólo así pude seguir la conversación.
Cuando cesó la lluvia, Luna se recostó en la cama. Tenía la ropa mojada y el pelo suelto. Yo todavía tiritaba. Mis dientes se golpeaban entre sí.
—¿Tienes hambre? —preguntó
—No.
—Te rugen las tripas.
—Es la pinche gastritis que no me deja en paz, es puro aire.
(Me tuve que tragar un eructo).
El cuarto no era amplio, pero sí acogedor. La cama matrimonial estaba colocada en un rincón. A un costado una pequeña mesa sostenía una lámpara. Luz tenue. Sobre la cabecera había unas cortinas ocres, vestían con elegancia la habitación. Frente a la cama se encontraba el cuarto de baño, su puerta de cedro despedía un olor a casa de campo, característico de San Cristóbal.
—Me voy a bañar —dijo— ¿y tú?
—Después de ti —le contesté.
—Apesto —dijo quedito mientras escarbaba en su maleta. Sacó una toalla gris, blusa, pants y calzones limpios. Me sonrió mientras se quitaba las calcetas. Sacó un par de sandalias. Las calzó y caminó hacia el baño, sonriendo.
Me acerqué cautelosamente a la puerta. Toqué dos veces, con miedo. Luna respondió con un qué quieres complaciente. Le pregunté si el agua estaba caliente. Dijo sí. La imaginé desnuda, tallándose la espalda. Comparé su vagina con un monte estival reverdeciente. Ella vio la sombra de mis pies apostados frente a la puerta. Corrió la cortina del baño que divide al retrete de la regadera. Me alejé hacia la cama. Excitado. Le grité.
— Luna, ¿me oyes?
— Sí, dime.
—¿Has escuchado a Luzbel?
—Sí, fui a su concierto, cuando llegó hace varios años a Tuxtla.
—¿Fuiste?
—Sí.
—Yo estaba ahí. Esa vez quedé decepcionado del Luzbel que conozco.
—Me gusta poco.
—¿Por...?
—Casi no me late el heavy metal. Sus letras se me hacen inconsistentes. Son tontos para criticar a la religión. El arte de sus discos no es bueno. Si lees con atención las letras en los libritos te darás cuenta de un montón de errores ortográficos. No habla bien de ellos.
—Solamente es la forma. ¿Qué discos has escuchado?
—El tiempo de la bestia, Evangelio nocturno y Vivo y desnudo. Bueno, y las rolas del concierto aquel que te dije.
—No son los mejores. Los clásicos valen la pena. Huizar cantaba como un maestro y la lira del Greñas era lo mejor de México.
Cerró la llave de la regadera. Comenzó a secarse, lo sabía por el ruido que hacía la toalla al rozar con el cuerpo. Mi pene enhiesto sobresalía entre mis piernas. Tomé la falda de mi playera y la coloqué encima de la bragueta del pantalón, para ocultar la erección. Crucé las piernas. En el baño se escuchaba la toalla fregando el cuerpo armónico de Luna. Se escuchó el correr de la pantaleta por las piernas, hasta llegar a la cadera. Después el pants y al final la blusa. Abrió la puerta del baño y salió descalza, con la toalla en la mano.
—No camines descalza, te vas a enfermar —dije mirándole los ojos.
—¿Tú crees? Es sólo este tramo, hasta llegar a la cama y aventarme un clavado.
Se impulsó, a un metro de la cama, para caer casi sobre mí. Inmediatamente se sentó y terminó de secarse el cabello. Despedía un dulce olor a manzanilla, del shampoo.
—Así que eres fan de Luzbel —seseaba.
—Es mi banda favorita.
—Ja, ja, ja. Luzbel ha muerto, lo sabes.
—No creo —le dije.
Piqué sus costillas con mis dedos. Ella se retorció como una lombriz. Soltó un ¡ay! sexi, siguió meciéndose los cabellos con la toalla.
—Ahora mismo parece que hay dos grupos con el mismo nombre, uno formado por Huizar y otro por Greñas —continué.
—¿Cuál es la diferencia?
—Que uno se llama Lvzbel y otro Luzbel.
Se levantó para tomar un peine. Volvió a sentarse cerca de mí. Yo, acostado, estiré la mano hacia su espalda. Luna volteó. Maliciosamente me dijo que la dejara de molestar. Volví a hacerlo. Se recostó a mi lado, me miró. Su cara estaba frente a la mía. Sentí su aliento. Enterré mis dedos en su estómago.
—¿Tienes cosquillas? —pregunté.
—No.
—¿Segura?
Mis dedos buscaron sus axilas, intenté hacerle cosquillas. No rió. Quedó viendo el techo, en la semioscuridad. Esbozó una sonrisa y me invitó a descubrir la parte de su cuerpo que le causa cosquillas. Me abalancé sobre sus pies. No se reía. Luego le piqué repetidas veces las costillas y comenzó a reír.
—¡Ja, ya las encontré! —dije. Ella se revolvió en la cama, queriendo escabullir; decidido me revolqué con ella. Sintió mi pene erecto.
—Estás excitado —dijo y comenzó a besarme. Empezamos a quitarnos lentamente la ropa. La sentí totalmente desnuda, mojada. Yo tenía el pantalón hasta las rodillas.
Me sentí incómodo. Salté de la cama y caminé, parsimonioso, con el pantalón enredado entre mis piernas, hasta la puerta del cuarto. Luna se sorprendió.
Caminé al baño. Me senté en el retrete, pujé y solté un sonoro pedo; quería evitar echármelo a la hora del fucking. Pinche gastritis. Después de unos minutos salí desnudo. Luna estaba confundida, completamente cubierta con una sábana.
Sonrió.
Me invitó a acostarme con ella hasta que el sol nos sorprendiera como animales eróticos, sucios, impúdicos.


mentas: vlatido@gmail.com
ilustración: Autorretrato. Juan Nahual