miércoles, 15 de abril de 2009

Cinco




De: Gilberto Pola gilipollas@zipolite.com
Para: mailto:santaluna@hotmail.com
Tema: Qué bien se siente tu piel

Luna, tu piel es tan tersa que me quedaría en ella arrullándome toda la noche. Contigo la he pasado súper bien. La última vez que nos vimos, en tu casa, sentí que podía morir tranquilo. Aunque te diré que me mordiste un labio y lo tengo hinchado. No se nota mucho, no te apures. Me agrada estar contigo. ¿Por qué lo preguntas? Y también me gustó que hayamos platicado de tantas cosas. Ojalá las noches como ésta se repitan.

Gilberto

P.D. Existencia junto a existencia.




El Tuguchis es un camión que recorre Tuxtla de cabo a rabo, desde Terán hasta el Centro de Convenciones. Me deja cerca de la casa de Luna. Esperé que pasara sobre el boulevard “Belisario Domínguez”. Necesitaba ir a verla. Vive por el mercado de Los Ancianos, sobre la Novena Sur, cerca de la terminal de los camiones que van a Palenque. Es casi noche, alrededor de las siete. El camión es lento cuando pasa por la zona del mercado Díaz Ordaz, en el centro de la ciudad. Pero una vez que toma la Novena Sur parece un avión, por lo ligerito de su paso. Pero no tiene la comodidad de una aeronave, ni de un autobús de modelo reciente. Subí al camión. Casi no había pasajeros. Me costaba trabajo dar con su casa, era difícil ubicarla. Esperé a que pasara por un motel para pedir, dos cuadras después, la parada. Sobre la acera hay un puesto de tacos, en el que varias veces cené con Luna. Me detuve a comer. Pedí dos de tripa y dos de ubre. También una fanta de naranja, por favor. El taquero afilaba su cuchillo y cortaba en trocitos la carne, la echaba al comal. Mientras bebía la fanta. Más rápido que una sombra fantasmal a media habitación, comí los tacos.
La casa de Luna tiene un portón negro, del lado izquierdo está el timbre. Toqué. No había luces. No me extrañó. Le gusta la oscuridad: se encierra en su cuarto a leer a Milan Kundera y escuchar discos de Páez, Sabina y Tania Libertad. Volví a tocar el timbre, nadie apareció. Traté de darle tiempo. Algunas veces tuve que esperar hasta quince minutos para que abriera. Todo por sentir su par de nalgas cerca de mí. Luna, ¿estás?, le grité con fuerza. El perro del vecino ladró. Cállate. La señora de enfrente se asomó por la ventana. Miró con detenimiento, me registró de pies a cabeza. Le di la espalda. Corrió la ventana y apagó la luz, sólo se veía el resplandor del televisor. Se escuchaban los diálogos cursis de una telenovela.
Un taxi se estacionó frente a la casa. Bajaron dos chicas morenitas, con facha de estudiantes de arquitectura. Cargaban planos y reglas. Le pagaron al taxista y me quedaron viendo.
—Hola, a quién buscas —preguntó una de ellas, la más chaparra.
—Busco a Luna, vive aquí.
—¿Luna?
—Sí, una chava morena, de cabello rizado y ojos claros. Estudia Diseño.
—Sí, Luna —terció la otra muchacha. —Sé quién es. Dejó la casa hace casi un mes, una semana antes de que la rentáramos nosotras. No platicamos con ella. La conocemos de nombre por la dueña de la casa.
—¿Saben a dónde fue?
—No.
Sentí que el estómago se me revolvió. Di las gracias. Caminé dos cuadras. Tomé un taxi y le pedí que me llevara a Terán. El taxista subió al Libramiento Sur. Esquivó los baches hasta llegar, echo la raya, a la avenida que lleva a la zona comercial. Se siguió de largo. En la Buenos Aires, entrando a Terán, le pedí al taxista que se detuviera. Abrí la puerta de una patada y me aventé, materialmente, a un terreno baldío sobre la carretera. Vomité. En cada guácara salían mis recuerdos. Expulsaba las tardes anodinas que gasté en casa, esperando a que el mundo se compusiera solo, como si tuviera vida propia. Las ocasiones que pude haber estado con Luna, tomándola por el talle y acercándola a mi cuerpo. Aventé el frío de la soledad que me encierra. Las noches de inanición en las que preferí ver una película pornográfica. Saqué todo lo que consumía mis ganas de vivir.
—Mire joven, por merito y arranca la puerta de mi taxi.
—Discúlpeme señor, los tacos me cayeron mal.
—¿Quiere que lo lleve al hospital?
—No es para tanto.
El tipo arrancó el carro. El olor a gasolina embestía mi estómago, revolviéndolo hasta marearme. Llevaba prendido el radio. Tocaban Amor maldito de Intocable. ¿Chida rola, eh?, dijo el taxista. Sí, le dije, es una canción muy cabrona. Esas duelen hasta la madre, pero se disfrutan más en una cantina. Las caguamas son alucinógenas, transforman una cantinucha en un palacio, a las meseras en Shakira y al dolor en un aliciente para embriagarse.


mentas: vlatido@gmail.com
ilustración: Juan Nahual