viernes, 12 de junio de 2009

Doce


Eulalio y Doris no son muy dados al rock pesado. Prefieren la trova y a los rockeros intelectualizados como Jaime López o Sabina. Pero les pasa la onda de reventarse haciendo el slam. A veces les llevo discos de Espécimen o Transmetal y bien que mueven la cabeza. Consideran que “La gran ciudad”, de Luzbel, es la más fregona. Creo que sólo por escuchar esa rola decidieron ir al concierto.

Cuando entramos al auditorio tocaba un grupo de Chiapas. No recuerdo el nombre, pero sonaba más o menos, era algo de metal melódico. El lugar no estaba lleno. Nos sentamos en medio para ver de cerca a la banda. Bajé a comprar cervezas. Comenzamos a beber y a fumar. El olor a mota se sentía en todo el inmueble. Los locos bailaban, abajo, slam. Quince minutos pasaron esperando el paroxismo de las guitarras distorsionadas. Salió Lvzbel.

—Qué cabrón, el pinche Huizar ya está bien viejo —gritó uno detrás de nosotros. Los acordes de De un solo golpe, lentos, cadenciosos, arrancaron la ovación de los demonios y los coros de un solo golpe te come el infierno, de un solo golpe te quitan el cielo y después el solo de guitarra. Se apaga la luz. Se revientan la de Resucitando el sentido. También empiezan las tonadas lentas, pero después la batería le pega duro, saltan en la pista, se arman los madrazos, el baile, llueven cubitos de hielo y colillas de cigarros, se prenden y apagan las luces, resucitando el sentido. Luego El ángel de lujuria, Generación pasiva y En el filo de la oscuridad. Pero la cosa se puso mejor cuando vinieron las clásicas: Pasaporte al infierno (directo y sin regreso, tengo un pasaporte al infierno y tú también estás en el vuelo).

Déjate ser (mi piel se fusionó en tu piel y el amor en tu cuerpo).

La gran ciudad (y si te acercas al fuego verás salamandras volar, vienen sangrando recuerdos y así el sueño llega a su fin).

Advertencia (tus manos se han transmutado en cuerdas de guitarra, que sostienen paisajes de melodías encantadas).

Guerrero verde (la muerte para ti es una medalla en el pecho, guerrero verde, hijo de la muerte).

Kirieleison (detente, no corras más, no hay lugar donde esconderse, en la maldición del cielo estás, afilando su guadaña está la muerte).

Y, por fin, el éxtasis, la embriaguez de la música, el himno de los luzbélicos: El loco. Eulalio y yo bajamos, ya con varias chelas encima, a la cancha. Sonaron los primeros guitarrazos y la voz argentina (más bien aguardentosa, cansada y sin punch) del Huizar entonando las primeras letras Hace tiempo descubrí, que yo no vivía aquí, era un sonámbulo de mi realidad, los codazos se confundían con el golpe seco de la batería y la ejecución, fina, de la lira, pregono así el vacío de mi existencia, soy un humano por casualidad, Eulalio se perdió entre la marabunta. Los descamisados se aventaban entre sí, me aventaban, rodé en el círculo del linchamiento, me pateaban las costillas, como condenado a muerte me levanté. La rola seguía le pedí a dios que se me apareciera, para que así en él y en su palabra creyera, y sólo encontré a una Iglesia que peca de convenenciera, la música se detuvo y la voz cansada de Huizar pidió al respetable, jadeando, cantar a la de tres el clímax de la única rola que nadie discute: soy un pinche locooo, y la raza respondió al unísono, fundiendo la voz en una gran orgía de lenguas. Con el redoble de la batería saltaron todos y convirtieron ese lugar en un auténtico pandemonio. Eulalio apareció a mi lado con la vista extraviada y el torso desnudo, traía en la cara un chorro de sangre. Buscaba entre la gente a quien, según él, le había metido un codazo a la mala, lo cazaba, hago de mi futuro una utopía pues pretendo comprender esta voluble vida, soy un borrego más de esta sociedad, de mi hipocresía hago mi caminar. A la fuerza saqué a Eulalio de ese lugar, sangrando. Luzbel cerró la actuación con Esta noche es nuestra, una rola tranquila para calmar a los endemoniados.

En taxi, borrachos los tres, regresamos a la casa de Eulalio. Doris le curó la herida, una cortada en el pómulo izquierdo. Eulalio se metió a bañar y yo me quedé dormido en el sillón.

A las siete de la mañana me levanté a orinar. Rumbo al baño busqué un bote de cerveza. Lo destapé. Abrí la puerta del baño y encontré a Doris duchándose. Vi su cuerpo desnudo. Como un latigazo se me vino el recuerdo de Luna, de la primera vez que cogimos en San Cristóbal. Su cuerpo delgado pero carnoso me hizo recordar el de ella. La espalda surcada por la blanca espuma del jabón también revivió esos tiempos. Al ver la vagina ennegrecida imaginé la humedad de sus piernas. Entrecerré la puerta para seguir viendo. Espiar me producía una sensación inexplicable. Ser un mirón era como sentirme todopoderoso. Alucinaba detentar un poder que me llevaba al centro del mundo, a controlar el universo. Doris no se había dado cuenta de que la observaba. Sin recato ni morbo mostrábame sus carnes firmes. Seguí sus movimientos, uno a uno, hasta que cerró la llave de la regadera y tomó la toalla. Levantó la vista y me sentí descubierto. Lentamente empujé la puerta y volví a recostarme. Doris salió del baño silbando un remake de Moderatto (pinche Doris). Tomé uno de los libros de Eulalio y me puse a leer. Doris apareció con su mochila al hombro y dijo que iría a El zapotal.

—Cuídate, Gilberto, ya no eches trago. Dile a Eulalio que voy a regresar después de la comida. Los veo luego.

Me dio un beso en la mejilla, despidiéndose de mí como los grandes amigos de siempre.


mentas: vlatido@gmail.com

ilustración: Juan Nahual